En el último informe sobre algo tan deletéreo como la Felicidad Mundial, que abarca 156 países, España ocupa el puesto 30. No está mal, aunque en otra prospección parecida nos sitúan en los primeros lugares de las naciones más ruidosas del orbe y con un índice muy elevado de destrucción en el mobiliario urbano. Tales deterioros intencionados --entre los que se halla el vandalismo padecido la semana pasada en rejas y balcones del casco antiguo de nuestra ciudad--, son la consecuencia de unas conductas inscribibles dentro del gamberrismo. Acciones inciviles que nos han resucitado varias pequeñas anécdotas que acontecieron en los veranos de los primeros años 70 del siglo pasado y que vienen como pedagógico anillo al dedo.

Bueno, a lo que vamos. La primera anécdota menuda está situada en Bonn, la que era entonces capital de Alemania occidental. Diariamente llamábamos a las tías de nuestros hijos, a cuyo cuidado estaban mientras paladeábamos el Viejo Continente. Como todavía no había llegado el delirio de la telefonía móvil, el gran vehículo de la posverdad, las llamadas las hacíamos desde las numerosas y bien cuidadas cabinas públicas. Nos captaba la atención que en todas, sin excepciones, hubiera una voluminosa guía telefónica desgastada por el uso pero sin que le faltase una sola página. Inmediatamente nos cerciorábamos de la lejanía en la que estaba la España destructora e insolidaria a la hora de cuidar con detalle el mobiliario urbano que es patrimonio general.

También es alemana la segunda anécdota sucedida en Maguncia, capital de Renania Palatinado. Como el día estaba muy ventoso entramos en un café. Al abrir la puerta creímos que el local estaba vacío. Pero era justamente lo contrario. No había una sola silla vacante. El susurro de aquellas gentes era casi imperceptible, pareciendo que estábamos en un lugar deshabitado. Nos acordamos de nuestro país, el más ruidoso de los ruidosos, y de Fray Luis de León que calificó de descansada vida la de quienes huyen del mundanal ruido para seguir la escondida senda de los pocos sabios que en el mundo han sido.

El tercer momento de este leve anecdotario tuvo lugar en Bergen, la bellísima y lluviosísima ciudad noruega, en otro tiempo perla hanseática y patria del compositor Edward Grieg. Habíamos comprado a media mañana, siguiendo una costumbre muy europea, un cartucho con media docena de jugosas ciruelas moradas. Tras degustarlas depositábamos los huesos en el propio paquete que, por último, dejamos caer al suelo. Al instante, una señora muy sonriente, sin saber que nos estaba dando una gran lección, recogió el cartucho y nos lo entregó suponiendo que se nos había caído pues en su cabeza, tocada con un sombrerito amarillo con cintas violeta, no cabía otra posibilidad.

El último suceso que vamos a referir tuvo lugar en Ginebra y posee un regusto erótico. Los 4 matrimonios que hacíamos turismo, después de visitar el muro de los reformadores, decidimos ir al cine. Dos parejas nos decidimos por Enmanuelle, legendario filme prohibido en la España regida por «el centinela de Occidente» y que tenía en la cartelera ofrecida por el periódico suizo un 3 de calificación ética. Las otras dos parejas prefirieron una cinta americana --La gran cabalgada-- calificada con un 4. Cuando regresamos al hotel los que se decidieron por dicha película venían rabiosos pues se trataba de un wéstern rodado en Almería, repleto de escenas violentas que los helvéticos calvinistas consideraban más perjudiciales que el húmedo erotismo asiático de Enmanuelle.

Los balcones con las macetas rotas de nuestra calle Maese Luis nos han despabilado los leves recuerdos sobredichos, mientras pensábamos en el irremediable vandalismo de la retro España.

* Escritor