Tres de las noticias sobre arqueología que he leído en la prensa estas últimas semanas me han dado bastante que pensar. La primera de ella aludía a que dos arqueólogos de la Universidad de Hawai, tras excavar en Egipto la casa de un comerciante en la que encontraron un espacio destinado a la fabricación de esencias, de las que quedaban residuos en ánforas y otros recipientes de vidrio, han conseguido, tras analizar convenientemente los restos, ¡reproducir el perfume usado por Cleopatra!, la famosa reina de Egipto que en el tercer tercio del siglo I a.C. puso en jaque a la mismísima Roma tras fascinar primero a Julio César y luego a Marco Antonio, rival de Augusto, derrotado definitivamente por éste en la batalla de Accio (31 a.C.). Todos recordamos la famosa y deslumbrante película de Manckiewicz protagonizada por Liz Taylor y Richard Burton (1963), cuyos físicos, por cierto, poco se parecían a los reales de ambos protagonistas, por lo que no insisto demasiado en el tema. La segunda caía casi en la obviedad, y volvía la vista a Pompeya: allí los hallazgos no paran, y uno de los últimos que se ha dado a conocer ha sido una caja de madera que contenía gemas, elementos decorativos y amuletos fálicos fabricados en diversos materiales, básicamente bronce, ámbar y hueso; sin duda, un joyero o similar cuyo dueño o dueña olvidaron o no pudieron cargar en su huida. Lo curioso en cualquier caso ha sido explicación ofrecida por las autoridades arqueológicas, que, de tipo poco menos que minimalista, incidía únicamente en su valor protector frente al mal de ojo y la mala suerte. Cierto, posiblemente, pero una forma de simplificar las cosas que dice muy poco de quien lanzara el comunicado o de quien decidiera recogerlo, que de todo hay en la viña del Señor. La tercera hacía alusión a los famosos «amantes de Módena», ciudad del norte de Italia que se ufanaba de contar con su propia pareja famosa, al igual que la no demasiada lejana Verona. Hablo de dos esqueletos de época tardorromana (s. IV d.C.), recuperados en muy mal estado allá por 2009, que presentaban la singularidad de yacer para la eternidad cogidos de la mano. El hecho en sí ya resultaba significativo, lo que disparó la fantasía y lo convirtió en símbolo del amor y del imaginario colectivo. Pero hete aquí que recientes análisis de una proteína dental (amelogenina) presente en el esmalte dental realizados por investigadores de la Universidad de Bolonia mediante una nueva técnica de esas que se incorporan cada día a los estudios arqueológicos, ha descubierto que en realidad se trata de dos hombres de unos treinta años, «no homosexuales», como si la aclaración explícita fuera necesaria para evitar suspicacias históricas o sospechas de manipulación ideológica de la historia por parte de algún lobby multicolor. Interesante sin duda, pero también trivial --excepción hecha de la aplicación del nuevo método--- lo que no ha impedido que alcance resonancia universal.

Este tipo de noticias contrasta, obviamente, con otras de mucha mayor enjundia que durante el pasado verano han recogido los principales periódicos del país, incluso las redes sociales. Reportajes como los dedicados a Recópolis (Guadalajara) o al acueducto de los Milagros de Mérida, o el bombazo que ha supuesto el hallazgo en Carmona de una tumba familiar de carácter hipogeico absolutamente intacta -lo que implica no solo la conservación de su estructura y revestimientos interiores, sino también de una amplísima tipología de contenedores usuarios, e incluso de las ofrendas funerarias-, son testimonio del trascendente papel que los medios de comunicación pueden, y seguramente deben, desempeñar en la difusión y divulgación del conocimiento generado por la arqueología. Sin embargo, estarán conmigo en que con demasiada frecuencia las noticias en cuestión incorporan un cierto tufillo a morbo o sensacionalismo muy en línea con las tendencias actuales al amarillismo, que flaco favor le hace a nuestra ciencia; y la responsabilidad, como antes ya avanzaba, no siempre hay que atribuirla a los periodistas; también -y que cada palo aguante su vela- a muchos arqueólogos que prefieren simplificar, incluso frivolizar, los resultados obtenidos, en beneficio de un mayor impacto, o de mantener el apoyo político, dependiente en la mayor parte de las ocasiones de la oportunidad para la foto que el hallazgo en cuestión les proporcione. Un error mayúsculo, que nos desprestigia a nosotros y equivoca el camino. Posiblemente va siendo hora de olvidar los conceptos tesoro, único, excepcional, más grande o más raro, para ofrecer en cambio una información sosegada, realista y adaptada a los diversos tipos de público potenciales, aprovechando para ello los numerosos y casi ilimitados soportes que ofrecen las nuevas tecnologías, pero sin caer bajo ningún concepto en la banalización o el efectismo.

* Catedrático de Arqueología de la UCO