A finales de los años 60, un grupo de jóvenes brillantes y transgresores, una mezcla de arquitectos, fotógrafos, modelos, editores, escritores y gente variopinta (que en mala hora recibió la burda y falaz denominación de gauche divine, pero que pese a quien pese, continúa siendo el único grupo original, estimulante y desacomplejado surgido de esta ciudad en el siglo XX y en lo que llevamos de siglo XXI) descubrió Cadaqués y empezó a veranear allí.

Uno de ellos, creo que fue el gran Lluís Clotet, estaba un día sentado en la playa y de repente, mirando a su alrededor a las chicas en biquini, al mar, al sol y a sus amigos, dijo, un poco abrumado: «Esto es demasiado bonito, el pueblo es demasiado bonito, las chicas, demasiado guapas, el mar, demasiado azul. Es demasiado perfecto, no puede funcionar. En cualquier momento aparecerá un psicópata con un metralleta y nos matará a todos». Y se marchó del pueblo.

En cambio, teníamos otros amigos, muy célebres y adinerados, que nunca se levantaban de la mesa de un restaurante antes de haber apurado hasta la última gota de la última botella de vino.

Recuerdo cenas eternas esperando a que hubiesen vaciado la endemoniada última botella mientras los demás comensales intentábamos no desplomarnos sobre la mesa. Yo, tratando de mantener los ojos abiertos, pensaba: «Vámonos ya, el mundo está lleno de deliciosas botellas de vino esperándonos, dejemos esta a medias, ya estamos borrachos, ya nos hemos contado la vida entera. Vamos. Nuevas botellas nos esperan en otros lugares». A veces, la cortesía es una murga.

No siempre dejar las cosas a medias significa dejarlas inacabadas. Hay fiestas que se acaban a los cinco minutos de haber empezado. Hay otras, en cambio, cuya música resuena en nosotros durante años. Hay veranos larguísimos que no empiezan nunca. Y yo he tenido relaciones muy intensas y profundas que han durado dos horas de reloj.

Otras veces, nos quedamos hasta el final, hasta encontrarnos con el cadáver (del amor, de la amistad, del trabajo) en los brazos. Incluso, en alguna ocasión, esperamos a que ese cadáver se convierta en ceniza y a que esta sea dispersada por el viento. No sé si vale la pena. No sé si vale la pena vivir con las manos y la boca y los oídos llenos de ceniza pudiendo estar en la playa chapoteando rodeado de chicas en biquini mientras esperamos a que llegue el tío de la metralleta.

El problema no es la bobada esa de ver si la botella (o el vaso, para los abstemios) está medio llena o medio vacía, el problema es no darse cuenta de que la botella está absolutamente vacía. Y cuando una botella está vacía se tira a la basura. A la del reciclaje, preferiblemente.

* Escritora