Con las botas de la docencia en su más genuino y elevado grado. Así ha muerto pocos días atrás en una ciudad eminentemente provincial y patricia de la España que él tanto amase, un profesor eximio y modesto de la mayor riqueza del denso, noble, inabarcable patrimonio cultural de uno de los grandes pueblos de Occidente, solar común e indivisible de la civilización por excelencia de la historia de los hombres y mujeres que la forjaron y cuidaron. No a la ligera --modo de hacer y actuar desconocido por los contemporáneos del Siglo de Oro-- uno de sus más insignes tratadistas de aquella época áurea, el canónigo de la Iglesia catedral primada, D. Sebastián de Covarrubias y Orozco (1539-1613) la denominó en libro imperecedero «Tesoro de la lengua castellana o española...».

Así, a pie de obra de clases impartidas puntual y sacramentalmente --sin liturgia no hay retórica y sin retórica el Alma Mater studiorum pierde su pátina más singular e intransferible-- a los no muchos alumnos de los primeros cursos de la Sección de Filología Hispánica de una Universidad de la España profunda, vino a visitarlo la muerte ha no pocos días cuando, como desde treinta años atrás, el buen profesor e irreprochable caballero se consagraba ahincadamente a trasmitir, creadoramente, el inmenso legado recibido de sus maestros, entre los que descollara su respetado, venerado guía intelectual, el jesuita Feliciano Delgado, de limpia memoria en la institución en que desplegara durante décadas sus envidiables dotes y preciados carismas docentes. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año en un edificio acrisolado de la collación urbana quizá más exaltecedora y exaltante de la gran España del Quinientos, el fallecido docente enseñó, al margen de planes pesarosamente politizados, tedios burocráticos y frustraciones de variada índole, gramática de la lengua española a mozos y señoritas atraídos y, en más de un caso, sugestionados por los embelesos del esplendoroso idioma castellano. La ciencia española, la convivencia nacional --el lenguaje es, importa recordarlo, su lazo más estrecho, su vínculo más distintivo y nutricio-- se beneficiaron en escala muy elevada de sus enseñanzas y ejemplo. Su obra escrita fue escasa, pero alquitarada. Como su maestro, perteneció, muy orgullosamente, a la gloriosa estirpe de los ágrafos o, más recatada y exactamente, a la de los profesores universitarios imantados y hasta absorbidos por las delicias y exigencias de la enseñanza oral. Gentes dedicadas hasta la extenuación al admirable modelo socrático de la mayéutica, sin duda más agotador y acaso también más difícil que el del arte de la noble, digna escritura, de poner blanco sobre negro.

Entre ellas, en la España desnortada y con las raíces al aire de comienzos del siglo XXI, ocupó un lugar de honor el Prof. Titular de Lengua española de una Universidad andaluza D. Fernando Rivera Cárdenas. Que el Dios de los cristianos, en el que firmemente se asentara sus convicciones y esperanzas, le conceda el descanso eterno como premio a sus muchos y honestos trabajos universitarios. Y que la Universidad desartillada y a la deriva de la radiante primavera de 2018 le ofrezca de la manera más impactante posible el tributo de reconocimiento condigno a sus esfuerzos e indeclinables ilusiones en su porvenir.

*Catedrático