James Bond es un varón blanco heterosexual que bebe dry martinis a mansalva, tensa bien los músculos y atiende sus necesidades masculinas con una suerte extraña de elegancia británica, si uno tira más por el modelo Moore, o de brutalidad atractiva, si se detiene en Craig. Han sido muchos los Bond y más o menos han sido lo mismo, pero con matices: es decir, se han repetido los martinis mezclados y no agitados --para el buen bebedor no es detalle menor, tanto como la temperatura de la copa de cóctel y la aceituna al fondo--, las victorias diplomáticas sin ninguna diplomacia y la conquista avasalladora de mujeres hermosas. Todo esto hoy puede chocar a quien no es capaz de ver ni de mirar más allá del zapato de su consigna ideológica, pero yo quiero creer que aún existen hombres y mujeres capaces de defender la igualdad de derechos de hombres y mujeres en el mundo --la repetición es voluntaria-- y disfrutar el arte, sea culto o popular, con su cruz de matices, honduras, sugestión, luminosidad y sombras que nos queman el alma, suponiendo que algo quede. Sin embargo, estamos empeñados en agitarlo todo --no en mezclarlo--, con la considerable confusión. Porque el arte comienza donde acaba la vida, y al revés. Y porque en la propia vida también existen miles de perfiles que no se asoman nunca a las estadísticas, especialmente a las de género. Ni las mujeres son buenas por el hecho de serlo ni los hombres son buenos por el hecho de andar con la bufanda violeta, rosa o multicolor al cuello: aquí hay de todo, amigas y amigos, en todas las trincheras de la vida, como bien supo ver Dostoievski y la gran novela rusa; y mientras nos empeñemos en encasillar algo tan complejo como el alma de una mujer, como el alma de un hombre, estrangularemos su pobre corazón y también nuestra forma de mirarlo.

Escribir todo esto cuando acaban de asesinar a la primera víctima por violencia de género en España puede parecer un contrasentido. Pero no lo es, porque hablamos de mundos diferentes. James Bond tiene derecho a seguir siendo varón, blanco, heterosexual --y hasta muy sexual-- y a beber dry martinis, y yo a decir --como he escrito decenas de veces-- que rechazo la expresión «violencia de género» porque me parece eufemística, cuando resulta que es terrorismo contra las mujeres. Y que somos muchos los que pensamos en España que la prisión permanente revisable, a falta de otros medios, debería imponerse para crímenes de especial crueldad contra las personas, porque el derecho constitucional a la reinserción debería tener sus excepciones, como las tienen todos los derechos. Pero el que crea que todo esto va a cambiar porque se haga a Bond negro, mujer, homosexual o transexual, mientras sigue aplaudiendo alegremente la reinserción total, o no comprende aún qué realidad vivimos o no quiere entenderla. Pero, claro, ahora sufrimos un tiempo que parece más ocupado en reescribir Lolita que en mirar a nuestro alrededor para encontrar soluciones eficaces. Y quizá no debiera agitarse todo esto, ni siquiera mezclarse: porque una cosa es el Derecho penal, que nos indica lo que no podemos hacer, para respeto de la convivencia entre iguales en derechos, y otra muy distinta la cultura, el arte y la creación, que más allá de los patrones comerciales, cambiantes a través de las décadas --aunque con Bond siempre han funcionado más o menos-- está obligado a abismarse en la condición humana, en sus recovecos más hirientes, en sus aristas fúlgidas de sangre y luz cortantes.

Ahora, cuando el excelente Daniel Craig visita el cuartel general de la CIA en Virginia para asesorarse de cara a su quinto Bond, que al parecer será el último, guionistas y productores se entregan a la moda de lo políticamente correcto y apuntan a un Bond negro, o mujer, o trans. ¿Y por qué no abstemio, o vegano, o impotente? Porque no sería Bond. Porque quien quiera eso, que lo escriba con otro nuevo nombre: ¿dónde está la creatividad? James Bond ha sobrevivido a través de todas las edades del mundo durante los últimos 55 años porque algo hay en él de alma inmortal, de sombra que se afirma en su propia caída. Cambiar su esencia sería como reescribir Instinto básico y convertir a Catherine Tramell en otra Mary Popins. Dejad que Sharon Stone cruce las piernas en nuestro recuerdo, dejad que Silvia Kristel/Emmanuelle vuelva a sentarse desnuda en su sillón de mimbre sin que se sienta explotada por el patriarcado. Esta censura de los mitos pretextando causas nobles, ni defiende estas causas, ni a sus protagonistas.

* Escritor