El Consejo Europeo corre hoy el riesgo cierto de consagrar el mayor de los desprestigios si es incapaz de acordar el reparto de cargos, reiteradamente aplazado desde la cumbre del 20 y 21 de junio. La incapacidad de los líderes europeos de sustraerse a la rivalidad entre familias políticas y Estados para lograr un reparto equilibrado de sillones subraya las contradicciones internas de una organización tan a menudo bloqueada por las ambiciones nacionalistas y una opacidad en la gestión del día a día apenas compatible con los usos democráticos. Usos democráticos que son la base de la pertenencia a la unión Europea, y que precisamente deberían extremarse en estas instituciones que tanto poder tienen sobre tantos millones de ciudadanos.

Cuando la presa a cobrar es tan sustanciosa como la presidencia de la Comisión Europea, ocupa el escenario la peor versión de la política, y eso sucede ahora. El sistema de los spitzenkandidaten, diseñado justamente para que la elección de presidente se vincule al resultado de las elecciones europeas, corre el riesgo de saltar por los aires a causa del empecinamiento de una parte del Partido Popular Europeo (PPE), que entiende que le corresponde la presidencia de la Comisión -propone a Manfred Weber para el cargo- al ser el grupo más representado en el Europarlamento, como si en la Cámara siguiera predominando un bipartidismo imperfecto. En realidad, el resultado del 26 de mayo permite armar otras mayorías que podrían llevar a la presidencia a Frans Timmermans, el candidato socialdemócrata. Entre bambalinas se desarrolla una pugna en el seno del PPE entre conservadores recalcitrantes y quienes secundan la solución aceptada en Osaka (Japón) por Angela Merkel: poner a Timmermans al frente de la Comisión y confiar a Alemania la presidencia del Banco Central Europeo. Una solución alcanzada en una negociación que no fue un modelo de transparencia, pero que permitía desatascar la situación. Añádanse los recelos del cuarteto de Visegrado, reiteradamente urgido a respetar los fundamentos del Estado de derecho, más la desconfianza italiana, para entender que está lejos de vislumbrase una salida del laberinto.

Mientras la Unión Europea (UE) siga siendo una agrupación de estados en el que prime la conferencia intergubernamental sobre las instituciones comunitarias, la sensación de fracaso del presidente de Francia, Emmanuel Macron, será compartida por una opinión pública sorprendida de nuevo por la impericia de sus líderes. Cuando se buscan las causas de la distancia insalvable entre los europeos y el funcionamiento de la UE, el episodio en curso resulta especialmente esclarecedor.