Hace unos días un amigo me envió un e-mail que había recibido del director de una empresa de trabajo social para personas con riesgo de exclusión, lamentándose del impacto que esperaba de la subida del salario mínimo interprofesional: un aumento de los costes de su empresa social y, probablemente, la pérdida de numerosos empleos para ese colectivo. No quiero entrar en la lógica del aumento del salario mínimo, cuya intención es, probablemente, buena, pero cuyos efectos pueden no serlo, cuando tenemos en cuenta lo que los economistas llamamos los efectos no deseados a nuestras decisiones. Pero me acordé de aquel e-mail cuando leí, hace pocos días, la noticia de una publicación de Eric Galbraith, profesor del ICTA de la Universidad Autónoma de Barcelona, y de un colega suyo de la McGill University de Canadá, sobre el impacto de los factores no económicos en el bienestar futuro de la sociedad. «No es nada nuevo», pensé al principio: sabemos muy bien que el dinero no lo es todo. La caída de la natalidad tiene que ver con los mayores costes de tener hijos, pero también con la reacción social. La conciliación de trabajo y familia tiene que ver con la brecha salarial, pero no es un problema solo económico, y me atrevería que decir que no es principalmente económico, ni para las familias ni para las empresas. La soledad de los ancianos, que ha dado lugar a la creación de un ministerio de Soledad en el Reino Unido, no es solo una cuestión de costes de las residencias o de suficiencia de las pensiones. Y así con otros muchos problemas.

El trabajo que estoy comentando, publicado en la revista Nature Communications, muestra que, cuando tratamos de entender qué factores influirán en nuestro nivel de felicidad en el futuro, las variables económicas, como el producto interior bruto o la esperanza de vida, resultan ser mucho menos relevantes que las no económicas, como la libertad (o mejor, las libertades, que son varias), la corrupción (¿qué podemos esperar de nuestros líderes políticos?), la generosidad, el apoyo social o la justicia, es decir, sobre la percepción que las personas tenemos de estas variables. E incluso los afectos, que no dependen del nivel de vida de los que nos los muestran, pero que tan felices nos hacen.

«Bien», me dice el lector, «pero al final hay que comer cada día: el dinero es el que manda». Quizá sí, cuando uno no sabe si podrá comer algo en los próximos días, para nuestra sociedad está ya en otro nivel. Cuando yo empecé a estudiar economía, me dijeron que el dinero lo compraba todo, o sea, que todo se podía medir en dinero. Me parece que tardé poco en darme cuenta de que no es verdad. Y, desde luego, el dinero no puede comprar lo que más necesitamos.

El trabajo que estoy comentando, lleno de detalles técnicos, invita a una reflexión sobre la orientación de nuestras políticas. «Nuestros resultados, dicen los autores, muestran que los grandes beneficios que podemos experimentar en las próximas décadas, así como los fallos más peligrosos que debemos evitar, están en el ámbito del tejido social. Si ponemos nuestra atención en la renta, nuestro enfoque es demasiado estrecho, y perdemos la mayoría de los efectos que pueden ocurrir en el bienestar humano. Es mejor dar prioridad a los fines explícitamente sociales en el uso de los recursos escasos».

O sea que es bueno que nuestros políticos se preocupen de nuestros salarios, de los alquileres de nuestras viviendas y del coste de nuestras escuelas. Pero sin prestar atención solo a sus dimensiones económicas. Quién acompaña a nuestros abuelos al médico, quién recibe a los niños cuando salen de la escuela, dónde podemos encontrarnos con nuestros vecinos, fuera de los desangelados ascensores de nuestros bloques de pisos… Todo esto forma parte esencial de nuestro bienestar.

Claro que no podemos esperar que nuestros políticos se encarguen de esto. Las políticas sociales hay que hacerlas con los ciudadanos, escuchándoles a ellos, haciéndoles intervenir en su elaboración y en su puesta en práctica. La financiación será, a menudo, pública, porque hace falta el poder coactivo del Estado para recoger los fondos. Pero no hace falta que la gestión sea pública: el tándem público-privado tiene mucho que decir sobre esto. Y también en la financiación: hay muchas ayudas privadas que podrían introducir un sentido más humano en nuestras políticas sociales. Y no es cuestión de beneficencia o de caridad, sino de responsabilidad. Y, como muestra el trabajo que comento, de eficiencia.

* Profesor del IESE