Les contaba hace algunas semanas que el célebre ladrón de libros James Shinn se dedicaba a saquear bibliotecas públicas y vender luego a coleccionistas privados. Este secuestro del libro no era por amor, sino por puro lucro. Uno de los que más afearon la conducta de Shinn fue otro ladrón de libros, Blumberg, aparentemente inspirado por el primero. A Blumberg lo cazaron con ediciones raras y manuscritos, todos robados, por valor de más de cinco millones de dólares. Pero él no los vendía, sino que se los quedaba para su uso personal. Era un coleccionista, que se reconocía --sin gran originalidad para el símil, francamente-- deslumbrado por Shinn «como una polilla atraída por una llama». Deslumbrado, sí, pero no admirado. Decía Blumberg que Shinn era un violador de libros. Que él los amaba. Si tuviera que defenderlo ante un tribunal, les adelanto que preferiría al segundo. Comprendo perfectamente su enfermedad.

¿Cuántos libros son suficientes? Hay cínicos que, con diez o veinte mil tomos detrás, argumentan que ninguna biblioteca personal es manejable más allá de los cuatrocientos ejemplares. La cifra, pienso, es ridícula. Mientras se pueda tener el catálogo mental de los propios libros, saber dónde están y en qué estado, desgranar su genealogía y obtener placer de su presencia, colocación y compañía, no se tienen suficientes.

Las bibliotecas son universalidades. Significa que los libros, bienes independientes, forman juntos un todo único. Una belleza triste de esta cualidad es que si se daña un libro, todos parecen afectados. Al contrario, si se pierden casi todos, pero se salva uno, espiritualmente la biblioteca se concentra en él, y el libro parece contener a todos sus hermanos muertos. Nabokov, exiliado de Rusia tras la revolución soviética, dejó atrás la biblioteca familiar y ya nunca volvió a tener ni casa ni libros, salvo su ejemplar de las aventuras de Sherlock Holmes. Así se paseó cincuenta años por Europa y Norteamérica el mejor escritor del siglo XX, tal vez el mejor lector también: con su ajedrez y un libro, que contenían una civilización y una biblioteca.

Tarde o temprano uno acaba sosteniendo en sus manos un libro que ha pertenecido antes a otra biblioteca. En la mía hay un fondo abundante de la Facultad de Derecho de Córdoba, que de tarde en tarde expurga el catálogo y regala los libros expulsados a los estudiantes. Y resiste unida una pequeña colección, a la que he respetado su heráldica y exlibris, y conservado el nombre del dueño anterior. Encontré en la Villa del libro de Urueña (el cielo en la tierra) un ejemplar de Argos el ciego, de Bufalino; en la edición de Anagrama. En la primera página, se leían claramente nombre, firma y escudo del dueño (que era un esquema de su propio perfil). Hojeé algunos libros próximos. Todos me interesaron y todos pertenecieron a la misma biblioteca. Me llevé cuantos pude. Espero de todo corazón que si algún día mis libros se pierden, alguien haga lo mismo por nosotros.

* Abogado