Si los dioses de la literatura no lo impiden, la nueva biblioteca de Córdoba, con su bello perfil de papel, acero, cristal y luz, se abrirá a la ciudad en 2021. Me pongo en la piel del nuevo alcalde, y que ese momento pudiera caer en mi mandato me haría especial ilusión. Veo nacer las bibliotecas, públicas y privadas, con la misma fascinación que vería abrirse un mar o alzarse una montaña. Me encantan. Al mismo tiempo, el funcionamiento de las bibliotecas públicas, y el inevitable retorno de los libros, me angustia.

Examino mi conciencia. Devolver los libros me agota porque, íntimamente, pienso que el libro estaría mejor conmigo. Me equivoco, obviamente. Los libros están donde deben: al alcance de cualquiera que se los tome en serio. La devolución es un acto de humildad. Con frecuencia, los lectores caemos en la paradoja de odiar al que ha leído un libro que amamos, como si hubiéramos cazado una gran infidelidad. Pedimos monogamia a la obra porque confundimos libro, que es de todos, con lectura, que es de cada uno. En esa confusión, oigo a otros hablar de un libro que he amado con creciente desprecio, como decepcionado con el libro en sí por sus malas compañías. Así, no creo que recomendemos libros. Son llaves, los libros. Recomendamos lecturas. De ahí la tristeza cuando, a la inversa, alguien que nos gusta no lee el libro que le recomendamos exactamente igual que nosotros.

Intento rodearme de mis libros porque es como si la huella que han dejado en mi memoria se proyectara, y así, desplegado mi pensamiento, yo me quedara en el centro, aliviado de la carga, como viviendo físicamente ahí. Si me prestan un libro, o lo tomo en préstamo de una biblioteca, no puedo dejar de pensar que su lectura no quedará fija, que no estoy anclándola al fondo del mar. Esa dependencia exclusiva de mi memoria me inquieta. Las lecturas son puertas. Si se me cierra alguna, por olvido, quiero ver todas las llaves bien dispuestas en mis estanterías.

¿No es algo maravilloso una biblioteca pública? El sitio en el que todos podemos encontrar las llaves --dicho de otro modo, la garantía de que todos podemos entrar a los mismos sitios--.

La esposa de James Shinn, un célebre ladrón de libros americano al que impusieron una fianza tremebunda, se preguntaba: «¿Qué tiene de malo entrar en una biblioteca y llevarse libros de las estanterías? La gente se lleva libros de las bibliotecas constantemente». Shinn se especializó en robar de bibliotecas públicas, normalmente universitarias, libros muy valiosos por su rareza, que vendía a través de un oscuro catálogo que manejaba entre coleccionistas. El crimen, si se piensa, es muy vil. Shinn aprovechaba para robar la facilidad proporcionada por las bibliotecas públicas para que cualquiera pudiera leer libros muy valiosos, y reducía su acceso a una única persona. La conducta, librescamente hablando, es una violación. Pero, ¿cambiaría las cosas que hubiera robado los libros para él mismo, por amor?

* Abogado