El complejo caso de Juana Rivas, la granadina que se negó a entregar a sus hijos a su exmarido italiano (condenado por violencia sexista), se mueve en planos que parecen llamados a no encontrarse: el humano, que ha provocado muchas muestras de solidaridad, y el judicial, que va en su contra, aquí y en Italia. Acusada de desobediencia a la autoridad y retención de menores, se entregó el martes tras 28 días huida para evitar que sus hijos, de 11 y 3 años, debieran volver a Italia con el padre, a quien la justicia de su país dio la custodia provisional. El Constitucional también rechazó su recurso de amparo para pedir la suspensión de la sentencia. Quede claro, sobre todo, que la lucha contra la violencia machista no admite titubeos y que el progenitor, Francesco Arcuri, fue condenado en el 2009 por lesiones en el ámbito doméstico. Pese a los informes favorables de tres jueces sobre la «aptitud» de Arcuri para cuidar a sus hijos, es esta una resolución cuestionable, porque un maltratador tiene muchos números para no ser un buen padre. De hecho, en España se reforzó la legislación en el 2015 al reconocer a los menores como víctimas directas de la violencia doméstica. El problema es que su aplicación no se corresponde con esa intención, y no debería ser así. Ahora que Rivas ha vuelto -no tenía otro camino- a la vía de la justicia el Tribunal Europeo de Derechos Humanos es la meta final de su lucha.