Anoche acabé dentro de un contenedor de basura buscando un manojo de llaves, lanzado por mí al interior, por «accidente». Ya sabéis. Cosas que pasan. Una de esas ocasiones en que, sencillamente, has de apechugar. Y me pilló vestido de bonito, no creáis. Pero una vez allí, os juro que nada me importaba más que encontrar las puñeteras llaves a toda costa, hasta las últimas consecuencias. Visiblemente atacado de los nervios, no me limité a remover el asunto. Hurgaba en bolsas medio abiertas, tropezando con pañales, compresas, colillas y, sorprendentemente, poco más. Sí, amigas; resulta conmovedor verificar la repetitiva y monótona condición de nuestros desechos, en su gran mayoría de corte parafarmacéutico. Y allí estaba yo, pisando carduchi, latas, botellas con mis zapatos de felpa, desperado de la vida, como diría Chiquito de la Calzada. El caso es que nada en el mundo podía herirme, perturbarme. La peste, los chorreones de vete a saber, el carduchi, todo me lo pasaba por el forro allí, en mi mundo. Ahora tenía una misión, una sola meta en mi vida. Por tanto, enfocando los hechos desde un punto de vista terapéutico, me gustaría acordarme de todos esos jóvenes quemacontenedores, perdidos, desubicados. Quisiera recomendarles, muy humildemente, que lancen a un contenedor sus llaves, tarjetas de crédito, carteras, papelas de coca y chinas de hachís o anillos de compromiso, cualquier objeto de suma significancia, y que lo busquen con entusiasmo durante los minutos pertinentes. Es ahí, en ese trance limítrofe con el éxtasis, donde se demostrarán a sí mismos que nada, ni la independencia de Móstoles, ni la derrota del Betis, importa tanto en ese ya como encontrar el objeto de marras. ¡Oh, qué liberación, qué alegría más grande al sentir el tintineo de las puñeteras llaves! Creedme: nada más efectivo para equilibrar vuestro orgullo que el contacto directo con la inmundicia.

* Escritor