Barcelona ya no es ninguna ciudad de los prodigios, pero una vez lo fue. Solo esta semana ha habido tres asesinatos, después del apuñalamiento de un hombre a las tres de la madrugada en el barrio de Vilapicina, en el distrito de Nou Barris. Uno siempre evoca muchas noches barcelonesas muy distintas de las que se están viviendo últimamente, como si los gin-tonics en el fantasma de Boccaccio o los dry martinis estupendos que todavía sirven en el Ideal o en Boadas hubieran sido sustituidos por una orgía tarantiniana en la que se prestigia el machetazo: secciona, aunque algo quede. Las calles de Barcelona, sobre todo de noche, especialmente en algunas zonas, tienen algo de cine que ya no es negro, sino turbio, siniestro en su expresión malencarada que te saca los ojos. Jaume Collboni, el teniente de alcalde, ha asegurado que en menos de un año se habrá solucionado el problema, con lo que aquí tenemos un optimista orgulloso de serlo y de exhibirse, porque el asunto tiene más continuidad que los deseos políticos. Porque al mismo tiempo que se mataba a un hombre, los Mossos detenían a otros dos individuos por lesiones con arma blanca, en el Guinardó. La pelea ha tenido algo de riña tumultuaria y el navajazo ha sido en un riñón. Uno lee Guinardó y piensa en Juan Marsé, no en machetes sangrientos brillando bajo el filo de la luna. Uno lee Guinardó y piensa en Ronda de Guinardó, esa maravilla de precisión quirúrgica en la que al día siguiente de la capitulación de Alemania en la Segunda Guerra Mundial un inspector de policía recorre ese barrio con Rosita, la niña a la que necesita para la identificación de un cadáver. Uno, cuando ha paseado el Guinardó y ha divisado las viejas construcciones que aún perviven, entre muros de niebla con los cipreses altos, sus caseríos con torres para veraneantes durante la expansión urbanística, pero también su surco de chabolas en el extrarradio de una ciudad que necesitaba descubrirse a sí misma en sus costuras sociales para comenzar un relato de renovación sanguínea, uno, en lo que piensa, es en las novelas y en el mundo de Juan Marsé, que se puede habitar y que se habita, pero que solo existe ya, como tantas cosas, dentro de sus novelas. Porque hace ya tiempo que Barcelona no se encuentra en Barcelona, sino en los libros y las coctelerías que todavía nos hablan de la ciudad que fue.

Solo este año han muerto ya 12 personas de manera violenta en Barcelona. Se trata de peleas en la calle, tiroteos y mujeres asesinadas. En 2018, que nos puede servir de referencia, murieron asesinadas 10 personas. La Generalidad y el Consistorio parecen que han decidido estar al fin en lo que hay que estar, sin que sirva de precedente, y han ajustado un plan que contempla la destinación de 320 mossos más a Barcelona, pero eso no llegará hasta que se caigan las hojas de los plátanos de Barcelona -parafraseando el título de la novela de Víctor Mora, creador del Capitán Trueno-, es decir: en otoño, lo que parece tarde. Solamente la semana pasada moría, el jueves, un hombre en una reyerta. El lunes siguiente una mujer era asesinada, desnuda, debajo de un camión. Esa noche hubo otro herido por cuchillo antes de las diez, y a las cinco y media de la madrugada otro hombre era apuñalado. El miércoles, pasada la medianoche, otro hombre era herido con un machete. Vamos, que ni en una película de Quentin Tarantino, que ni cambiando el sol latente de Los Ángeles por una película río mediterránea, en plan Mendoza sangriento.

Todo esto suena sensacionalista, pero además es verdad. Uno tiene la sensación de que en Barcelona se han hecho algunas cosas igual de mal que en el resto de España. Una de ellas, haberse malvendido al turismo masivo que arrasa nuestro patrimonio, arruina la convivencia y machaca al pequeño comercio y al sector de la restauración que no vive del botellón alucinógeno. En esto no es singular Barcelona, aunque en Barcelona se ha extremado singularmente. Pero uno también cree que, en Barcelona, como en parte de Cataluña, se ha estado demasiado pendiente de muchas cosas que nada tienen que ver realmente con Barcelona, ni con Cataluña, ni con España, es decir: el artificio de un debate que ha acabado englobando y también enlodando a lo demás. Y una de las cosas que se han dejado atrás es la seguridad y la convivencia vecinal, avivada con odios de trinchera que nada tienen que ver con la normalidad de vivir. Yo, mientras tanto, me vuelvo a cualquier novela de Marsé, donde los hombres hablan un silencio habitado.

* Escritor