Si Salvador Illa era el ministro idóneo para gestionar la acción gubernamental contra la pandemia no puede liarse ahora la manta electoral a la cabeza para ser candidato a la Generalidad de Cataluña. Por eso, en un país normal, gobernado por gentes que mantuvieran su horizonte en el bienestar público, podría extrañar que en mitad de la batalla, cuando parece que se precipita sobre nosotros un ciclón de contagios en plan tsunami de enero, el ministro de Sanidad que ha liderado la lucha contra el virus se retire del campo de batalla. Todo esto, claro, suponiendo que estuviéramos en un país normal, con exigencias, y gobernantes que buscaran una estrategia sin marco netamente electoral. En ese caso, y suponiendo -lo que sería mucho suponer- que Salvador Illa fuera un gran candidato para cualquier cosa, el todavía ministro de Sanidad tendría que haberse negado a esa promoción interna dentro del PSOE para ceñirse a su estrategia contra el covid-19. Pero es que si estuviéramos en un país lúcido, con gobernantes serios, la gestión de la pandemia que se ha hecho no merecería premio alguno. Ni siquiera un cementerio de elefantes, al menos, hasta que no se pueda poner orden en nuestros cementerios con las cifras reales de los muertos. Pero no: en España, con la peor gestión de la pandemia por parte de un ministro que se ha limitado a salir ahí para contradecirse y dar mucha carnaza al columnista -nada es tan fácil como comprobar que has dicho una cosa y la contraria-, a nuestro ministro de Sanidad se le nombra candidato a la Generalidad y el tipo, que es un genio, sigue haciendo ambas cosas a la vez. Si realmente hubiera sido eficaz, habría que haberlo dejado donde estaba, pero no mandarlo a ningún sitio. Y si ha sido un desastre, si apenas ha quedado en mero portavoz, si no ha previsto ni prevenido nada, qué favor se hace a ese socialismo catalán que últimamente apenas ha temblado de emoción con los bailes alegres de Iceta. Y ahí siguen: danzando.

* Escritor