Manuel Azaña no era perfecto, ni siquiera algo perfecto. Cometió crasos errores en su gobierno republicano, el principal de ellos no calibrar la fuerza del contrario y pretender modernizar un país con fórceps. Quería civilizar a quienes habían hecho de su capa un sayo. Pero ¿fue eso su error, o la manifestación más clara de que los intereses consuetudinarios no iban a condescender lo más mínimo? A pesar de su leyenda negra que la reacción le enfangó, suya no era la calle, ni pudo aquilatar al Ejército a un modelo profesional, o laicizar la educación. Pero sí tenía el estado en la cabeza («la cabeza mejor amueblada de la República», dijo Valle-Inclán) y supo que su modelo republicano de estirpe jacobina, a la francesa, debería compaginar los intereses regionalistas y separatistas con los del Estado central --de ahí el estatuto de Cataluña--, moderno y civilizado, y que en aquel momento no solo en España sino también en Europa se hallaba dividido entre las revoluciones sociales y la reacción fascista y nacionalista.

No fue el pecado de Azaña intentarlo, ni que pecara de ingenuidad, en todo caso de impotencia. El hecho de que fuera reivindicado por Aznar -más como postura interesada autorreivindicativa que auténtica- o por Felipe González, no hace sino denotar que los objetivos de aquel personajeno eran utopías. Magnífico escritor y ensayista y autor de unas Memorias imprescindibles, en 1926 --en plena dictadura de Primo de Rivera-- recibió el Premio Nacional de Literatura por su ensayo sobre Juan Valera.

De estirpe liberal, racionalista ilustrado, se podría tildar su ideología de socialdemócrata ‘avant la lettre’, con un programa muy moderno y actual que incluía: laicismo, separación de Iglesia y Estado, pacifismo, República democrática, autonomía regional y municipal, enseñanza pública y única, igualdad de derechos para la mujer, vivienda y obras públicas, reforma agraria, seguridad social y sanidad pública, legalización del divorcio, y justicia democrática, entre otros. En 1932 se autodefinía como «intelectual, demócrata y burgués». Ya en plena guerra y siendo presidente de la República, se consideraba anticomunista y pensaba que si el pueblo la votaba respetaría la monarquía. Y profetizó, aunque la Transición demostró lo contrario, que «mientras vivan las generaciones actuales no podrán restaurarse las condiciones mínimas de convivencia social pacífica».

Pero pretendió modernizar España alejándola de la espada y la sotana, y en ello arrostró la enemistad del Ejército -dominado por los africanistas-, y la España católica. Aunque precisamente fue él quien suavizó la enmienda radical de los socialistas al artículo 26 de la Constitución republicana, que promovía la disolución de todas las órdenes religiosas: «¿Es que son lo mismo las monjas que están en Cebreros o las Bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos o en hacer dulces, que puedan ser los jesuitas?» se preguntaba en Las Cortes. Aunque disolvió a los jesuitas posteriormente con la Ley de Congregaciones Religiosas. Jesuitas a los que por cierto tenía cierta admiración y elogió: «Ahí está la Compañía de Jesús, creación española, obra de un gran ejemplar de la raza (Ignacio de Loyola) y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influido en la orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma».

Lo que mueve a Azaña no es el laicismo per se. Como muchos otros republicanos pensaba que para avanzar socialmente era necesaria la formación de la población, sacar a España del atraso finisecular en la cuestión educativa, y ese atraso era achacable a la educación religiosa y a la Iglesia. Ni siquiera era anticlerical. De hecho acompañaba a su mujer a la iglesia, aunque él no entrara. Hasta en su partido, Acción Republicana, tenía un diputado, López Dóriga, que era canónigo magistral de Granada.

Patriota a carta cabal, para él la patria era la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y sobre todo una cultura, unida a la justicia y la libertad. Gran orador de fuerza y contundencia pero no agresivo, intelectual comprometido -«palabra y acción son la misma cosa»-, le hubiera ido mejor en la república utópica de Platón que en la española que le tocó vivir y gobernar.

Su descrédito en el asunto de Casas Viejas por defender a la Fuerza Pública -aunque ésta se sobrepasara- contra una revolución anarquista que combatió en Andalucía y Cataluña especialmente, y que a la postre le costó su dimisión como presidente, era ineludible como gobernante. Atacado por los extremismos, sanjurjada en el 32, anarquismo todo el mandato, y el separatismo de Cataluña -fue la última persona que pronunció la palabra España en un balcón de la Generalitat de Barcelona en el 32-, seguramente llevaba Azaña implícita en su carácter y en sus intenciones, la semilla de la derrota, una semilla que no fue sembrada por el alcalaíno. Aunque quizás también tuvo una cierta displicencia en la elección de los aliados y le faltó entereza para guardar el Orden Público -quema de iglesias, revueltas-, que tanto desacreditaría a la República.

República y Azaña son palabras que en el imaginario colectivo son casi sinónimas, tanto que su suerte fue paralela a la de la República. Antitotalitario, el republicanismo de Azaña nos mostró que lo importante era la libertad («La libertad no hace felices a los hombres, les hace hombres»), la tolerancia y la democracia, más allá de la forma de Estado, como lo demuestra su idea esencial de que la República iba indisolublemente unida a la democracia: «La república será democrática o no será»; parafraseando a Alcalá-Zamora cuando dijo que «la República será conservadora o no será». Y quizás no le faltara razón al prieguense como se demostró.

En el exilio, en la francesa Montauban, murió un 3 de noviembre de 1940, y allí reposan sus restos. La periodista Josefina Carabias resumió muy bien en una frase su destino: «Un hombre con ideas que tropezó con la amarga realidad de España».