De la uva sale el vino. Del vino, amapolas en tus mejillas. De esa suave rojez, mi amor; amarrado a tu piel como una barcaza abandonada al cielo de la tarde. El mar color azafrán. Las olas naciendo y muriendo en un susurro. Doce uvas malgastadas en un único deseo: que la vida nos regale un año más. Estar los mismos haciendo lo mismo en la Nochevieja siguiente. No apuntar con la copa a una silla vacía. La risa es el betadine de las ausencias. A esas risas me acostumbró mi madre, que echaba de menos a su madre, y por eso reía, achinando los ojos, con tierno estruendo, Navidad tras Navidad, para espantar la tristeza. Una tristeza que ya siempre será un invitado más. Un comensal silencioso y gris que llegará agitado y sin saludar; se sentará en los banquetes, en las celebraciones, en cada maldito instante de júbilo. Y nos recordará, con su turbia figura, que alguien ya no está. Que la familia es una mandíbula mellada. Una mordida cada vez más blanda. Una carcajada hueca. Pasa el tiempo como pasan los niños en sus bicicletas nuevas: embalados y siempre a punto de caerse. También con esa mezcla de entusiasmo y duda. De algarabía y miedo.

Hay matrimonios que ya no duermen en la misma cama. Siempre hay una excusa para romper el lecho. Algunos, sorprendentemente jóvenes, hablan del sueño liviano de sus hijos, de los horarios o del despertador. Otros, más veteranos, están directamente aburridos de lo suyo. Amar es soñar juntos. Combatir por el edredón. Sucumbir al imperio del roce. Combinar los calores. Y amanecer siendo uno. No hay mejor lipgloss que la pringue de los churros un domingo por la mañana. No hay mejor perfume que el olor del café burbujeando en la cocina. La familia: unidad de medida, tropa, flor. La casa: anatomía y esperanza. Más allá del refugio: ese nosotros que tiembla. Sacudido por los días. Por las llamadas de madrugada. Por los adioses que vendrán. Por las ilusiones que parpadean, como bombillas, justo antes de romperse. Por las humedades, los vecinos que no saludan, las cucarachas en el platero. Por la presión del agua, la grieta misteriosa, la disciplinada crueldad de los minutos. Los niños, cómo crecen. Pensamos. Sin molestar su juego. Sin alterar la dorada torpeza de sus gestos. El pijama desnudando sus tobillos. Sus palabras nuevas. Guardando sus chupetes huérfanos, sus biberones por fin abandonados, colgando sus carritos en Wallapop. La vida, con ese ruido, como de casete cargando en el Amstrad. Y nosotros, esperando frente a la pantalla monocroma, con más impaciencia que gozo.

Qué cosa más bonita es quedarse con las ganas. Qué hambre de mañana. 2021, el deseado. «No será peor de lo que era, no será peor, seguro que es mejor», cantaba J. En caso de emergencia, poner a Los Planetas en el coche y desgañitarse por el camino. No riáis, modernos, pues sois los puretas de pasado mañana. Discos con más años cotizados que yo, decía. Y luego lanzarnos a esos días, de jerséis rayados y Mahou en La Comuna. De todo aquello, lo que somos. Apenas recordaba que se pudiera ser tan joven. Y ahora, tendríais que verme el día 1 de enero, levantando el sobre de Almax como Rafiki levantaba a Simba. Con esa convicción sagrada. Os confieso algunos de mis propósitos: correr de nuevo, escribir una novela, aprender a hacer salmorejo, tatuarme a un dragoncito de Bubble Bobble, seguir amando con rosácea ferocidad. Morder a mis hijos en el morrillo. Que estallen en risas. Soplarles luego la barriga. Tirarnos al suelo. Lanzarnos los cojines. Vivir como si esto fuera para toda la vida. Como si no fuéramos maniquíes vestidos con colores chillones en el escaparate de una tienda de ropa regentada por chinos. Esa locura descascarillada. Flores de cactus, de las que apenas duran un día. Qué maravilla el amor, qué techaíllo de uralita para aliviar la tormenta. Qué invento de nervios, músculo, sangre y corazón. Qué impensado camino del estar. Los que están acostumbrados a sufrir, también celebran las permanencias.

Olvidar es tan humano como recordar. Seguid el dictado de vuestras muñecas, ese santuario de los latidos. Volveremos a no sé qué. Quedaremos con no sé quiénes. Y, entremedias, este paraíso de rutinas, de tímidos abrazos familiares. Sentarnos en torno a una mesa. Descorchar el vino. El guiño metálico de las latas de cervezas. El ron abatido sobre el cristal. Qué importará, si estamos los que estamos. Cortar queso, descongelar las gambas, darle un tiento al jamón. Repetir los chistes que de un año para otro habíamos olvidado. Habitantes de lo incierto. Cientos de miles de familias, con sus miserias, sus secretos, sus mastodónticos afectos. Feliz año, gritan. Gritamos. Esta España que somos; contradictoria, hermosa, salvaje, rosicler. Y tantos futuros como cabezas. Abrazarse a lo que viene. Quedarnos dormidos en el regazo incendiado de los días. De esta vida arañada con amor en la caverna. Sed felices, como podáis, como os dejen, como merezcáis. Bienvenidos a la dócil batalla. Bienvenidos al pálido abrigo de la aurora.

*Escritor