Ante tanto aislamiento, no sé qué sería del mundo, de la vida sin ventanas. En estos días de confinamiento, las ventanas y balcones no solo nos acercan a los otros, sino a nosotros mismos y nuestros recuerdos. A los demás a las ocho de la tarde, cuando salimos a aplaudir a los héroes anónimos que luchan en primera línea de la pandemia -y a veces algunos de ellos nos devuelven el gesto, como esos coches de policía que pasan despacio por mi calle a la hora del aplauso tocando la sirena-. Para encontrarnos con nosotros mismos, con lo que somos y lo que fuimos, vale cualquier hora. Aunque la tarde y la noche, propensas a caldear miedos y ausencias, se prestan más a la introversión, incluso cuando uno se lanza a este ejercicio apoyado en la baranda y oteando junto al vecindario el cielo en busca de la superluna de abril.

Ahora, en esta Semana Santa invisible, cuando se hace más real que nunca el dicho de que la procesión va por dentro -en todos los sentidos-, resulta terapéutico tirar del hilo de la memoria y evocar otros días iguales pero completamente distintos. Un paisaje de imágenes, flores, incienso, cera, rezos y multitudes que creíamos inmutable hasta que un virus nos lo arrebató, como tantas otras cosas -bueno, la oración no, esta sigue estando aquí para consuelo del creyente-. En mi caso, que vivo en el Realejo, antesala durante décadas de la carrera oficial aunque en los últimos años solo desfilaban los pasos de vuelta, lo raro sería asomarse a la calle vacía y no acordarse de tiempos mejores. Y aquí abro asustada un paréntesis para matizar lo de vacía, porque lo cierto es que por las mañanas se vuelve a ver más gente de la que nos tenía acostumbrados la cuarentena; ojo con esto, no sea que nos estemos relajando y poniendo en peligro el inmenso esfuerzo cívico que viene haciendo desde hace casi un mes la mayoría de los cordobeses.

Pero hablaba de los subterfugios de la mente para buscar consuelo donde y como sea, aunque ello implique un retorno al pasado, que en este caso sí fue mejor. Y como los pensamientos son como las guindas, que tiras de una y te viene un puñado, los recuerdos de ventanal me han traído el de una película española llena de poesía titulada Aunque tú no lo sepas. Porque va de eso, de la rememoración de un amor de juventud perdido, con más voyeurismo que palabras, y el intento de reverdecerlo siquiera con la mirada muchos años después. El filme, dirigido por Juan Vicente Córdoba en el 2000, está basado en el relato de Almudena Grandes El vocabulario de los balcones, y con eso está dicho todo. Solo falta añadir que al idilio que no cuajó por puro clasismo se une una veraz recreación de los años setenta, tanto en los ambientes macarras como de la clase media. Y un encabezamiento, lema de la película y preludio de su soporte literario, unos preciosos versos de Luis García Montero que dicen así: «Si alguna vez la vida te maltrata/ acuérdate de mí,/ que no puede cansarse de esperar/ aquel que no se cansa de mirarte». Quién sabe, quizá en estos momentos en que la vida nos maltrata a todos haya alguien asomado a cualquier balcón velando por nosotros, los que fuimos, los que somos y los que seremos.