¿Qué habría ocurrido si, en el desfile militar de la Fiesta Nacional, se hubiese invitado a un augur? Habría que recordar que los augures eran aquellos sacerdotes de la antigua Roma que adivinaban el futuro oteando el vuelo de las águilas. Difícil pronóstico para el visionario, teniendo presente que en el futuro inmediato se iba a proceder a la singular exhumación de Cuelgamuros, al tiempo que iba a ver la luz la Sentencia, una letra capital que para resoluciones judiciales no conocía España desde la asonada de Tejero. Mal presagio que el paracaidista portador de la bandera se estrellase antes de llegar al suelo. El alivio, junto a la magnífica noticia de que el saltador salió indemne, es que todo su aparataje se lio en una farola. El augur habría tenido propicio su pronóstico: España, atrapada en la luz de la Razón.

Motivos no le faltarían al lector para despechar estas tribulaciones, imputables a un pasado donde el mito convivía e incluso domeñaba la realidad. Pero no estamos tan lejanos de aquellos tiempos. En la Casa Blanca tenemos otro Nerón panocho y tornadizo, capaz de bajar el pulgar para desestabilizar el Comercio Mundial; o dejar tirados a los kurdos después de que se partieran la cara al asaltar las madrigueras del yihadismo. Las supersticiones se trasmutan desde el Medievo, por mucho que un agente de la autoridad impreque a un independentista que la República no existe. Las Naciones precisan de boatos en el calendario para engrandecer sus mitos; se deben a la unamuniana intrahistoria que teje a la postre su destino; pero también son estados de ánimo, un vaivén de sentimientos que continuamente cincelan sus señas de identidad. Geológicamente, España no es una región muy activa. Pero afectivamente siempre ha tenido bajo su suelo una pluma volcánica. Por eso, estamos condenados a convivir con el conflicto, pero también a confiarnos en la prestidigitación del entendimiento.

Y el entendimiento pasa por la empatía con la cual, que uno sepa, no está reñido el Estado de Derecho. Marchena y el resto de los ponentes del Tribunal Supremo han aplicado la Ley; ni más ni menos, sin que ello reduzca la trascendencia de este veredicto. La ejemplaridad no es el resultado, sino el medio, la prístina traslación de que los ilícitos tienen sus consecuencias. No se ha querido penalizar una ideología, sino la transgresión de nuestro ordenamiento jurídico que, parangonando a un revitalizado Unamuno, es el templo de nuestra convivencia. Si en vez de actos con relevancia jurídica se hubiesen juzgado desplantes y otras piruetas, Artur Mas, el cuco hacedor de este entuerto, no ejercería únicamente de plañidera.

Sin embargo, la judicialización no lo es todo. Cierra su círculo e incluso le sobran todas las adiposidades de revanchismo. El «quien la hace, la paga» es una declaración de intenciones que se acerca más al Talión que a la equidad que ha de atemperar la cosa juzgada. En Cataluña supura un nivel de frustración principalmente creado por quienes inflaron temerariamente las expectativas. Pero también es de necios pensar que el asunto catalán queda concluso con el cumplimiento de las condenas. Ni indultos ni desquites; ni tibiezas ni arrogancias. Todo pasa por la modulación de la propia ley penitenciaria y el acercamiento a la realidad de un país que puede ser complejo, pero no puede permitirse estar acomplejado. La ley es el mejor espanto frente a tantos mitos inquisitoriales.

Una cosa es clara: los jueces no pueden ser augures. Déjennos a los demás la oportunidad de interpretar el vuelo de las águilas.

* Abogado