El odio vertido por el individuo de Tarrasa que quería atentar contra el presidente del Gobierno no habría pasado de las bravatas y exabruptos por desgracia habituales en las redes sociales si no fuera por un detalle preocupante: la tenencia de un arsenal, con pistolas, rifles de alta precisión y un subfusil de asalto. La amenaza iba más allá de la bravata virtual y se convertía en una posibilidad cierta, expresada además de manera ostensible en un determinado entorno de ideología ultraderechista. Las 16 armas de fuego incautadas plantean consideraciones que van más allá de la condición de «lobo solitario» del detenido. Por un lado, el hecho de que fuera vigilante de seguridad, con licencia de armas. Debería haber un seguimiento más estricto de estas empresas. Por otro, el hecho de que la Audiencia Nacional no considere la posibilidad de un delito de terrorismo cuando tanto el móvil político como la capacidad de delinquir parecen fuera de toda duda. La generalización del concepto «terrorista» no debería ocultar la evidencia de la peligrosidad cuando de veras se produce, aunque el sospechoso actuara en solitario y sin la estructura de un grupo armado.