Celebramos hoy la fiesta de la Asunción de la Virgen María, el día en el que la bienaventurada Madre de Dios, tras su serena muerte y «cumplido el curso de su vida terrestre», como reza el Dogma, entró con cuerpo y alma en la vida eterna, en la vida de Dios mismo. Esta fiesta es, asimismo, la conmemoración de una muerte. Nos referimos a aquel misterioso momento en que tiempo y eternidad, transitoriedad e inmortalidad se tocan en la existencia humana, en el que el ser humano mortal entra en la casa de su eternidad. Desde este punto de vista intentaré acercarme un poco al misterio de esta fiesta.

Cuando consideramos nuestra vida tal como se nos aparece a primera vista, encontramos en ella, como en todas las cosas, un rasgo común: la temporalidad. Todo respira la tristeza del carácter efímero, todo lo terreno vive solo en el momento, añade trabajosamente una pequeña parte de tiempo a otra, como un soplo de vida sigue a otro para que la vida no cese. Y cada espacio de tiempo, cada aspiración puede ser la última. Cuando captamos un instante se nos escapa el anterior, y no podemos recobrarlo para vivificarlo de nuevo. Toda la vida interior del alma, así como la obra exterior del cuerpo, acontece en esta temporalidad. Todo está en un continuo ir y venir. Llegamos a la existencia y desaparecemos, nacimiento y muerte. Lo que comienza acaba alguna vez, absolutamente. Un día acaban en nuestras vidas los gritos de alegría, los lamentos, desaparecerán como el humo. ¡Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés! Todo termina en la muerte. Sin embargo, el alma inmortal parece ser aquí la única base permanente.

En estas cosas, que parecen ser sólo algo efímero, hay algo que no pasa. En la indiferencia de todo ir y venir vive misteriosamente algo de gran importancia, algo eterno: los actos bondadosos de nuestra vida. Y nuestras buenas obras son cosas de la eternidad, son eternidad en las cosas del tiempo. Es un misterio feliz y terrible al mismo tiempo. Nuestros hechos se hunden en la nada, pero antes de que mueran han dado a luz, a partir de su carácter efímero, a una esencia eterna, que no se sumerge con ellos. La bondad eterna de nuestras obras pasajeras se hunde en el eterno fundamento del alma imperecedera, y configura este fundamento oculto. Y así, en lo pasajero, poco a poco se configura lo eterno, la eterna faz de nuestra alma y en ella nuestro destino eterno. Y después, llega el momento en el que pasamos de la temporalidad a la eternidad.

María ha seguido este camino. Hoy celebramos el día en el que su tiempo se convirtió en eternidad. También ella vivió en esta vida de transitoriedad. Como en nosotros, como en todos los hijos de esta tierra, su vida fue un inquieto hacerse y desaparecer. Vida pasajera fue la vida de María, lo mismo que la nuestra. Y, sin embargo, también era completamente distinta. Ella puede entrar en la eternidad sin arrepentimiento. Ningún momento de su vida quedó vacío y muerto, como quedarán en la nuestra.

Hoy podemos pedir a María que ruegue por nosotros ahora en lo pasajero, que también ella vivió, y en la hora de nuestra muerte, para que podamos entrar en la eternidad, que hoy es suya y que conmemoramos con devoción.

* Licenciado en Ciencias Religiosas (Universidad Eclesiástica San Dámaso)