Ahora que se cumple el primer centenario del hipercriticado Tratado de Versalles que puso descalabradamente término a la Gran Guerra, el pugnaz y honesto político radical G. Clemenceau (1841-1929), alma, motor y nervio de la III República Francesa, vuelve a centrar no pocos estudios acerca del gran acontecimiento, auténtico parteaguas de la reciente contemporaneidad. Y, claro es, su célebre frase acerca de que «La suerte de los conflictos es tan decisiva que debe dejarse en manos de los generales» suscita comentarios de amplio tenor. Bien que la evolución de Francia durante el novecientos girase en ancha medida en redor de dos personalidades castrenses, el mariscal Ph. Pétain (1856-1951) y, su ayudante y admirador un día, el general Ch. de Gaulle (1890-1970), ningún militar ocupó sino excepcional y accidentalmente el ministerio del Ejército.

En una cartera ministerial en los antípodas de Marte, la de Educación, algo muy semejante ha sucedido en la España de la centuria pasada y en el tiempo trascurrido de la presente. Desde que el conde de Romanones abriera el siglo con su muy eficaz mandato en departamento gubernamental tan importante para el venturoso destino de los pueblos hasta los días en que el afamado astronauta y competente ingeniero aeronáutico, han sido en extremo escasos los responsables de dicha cartera provenientes de la docencia y, sobre todo, con dilatada experiencia en el noble oficio de la enseñanza y la investigación. A mayor abundamiento, los titulares de la mencionada cartera ministerial con servicios y experiencias profesorales atesoradas en las aulas del Bachillerato y el Alma Mater no pasaron, en todo ese periodo, de un dígito, y esta cifra, a las veces, en su expresión más menguada... Muy expresivamente, el ministro que con mayor acierto y planteamientos realmente creativos e innovadores fue un catedrático de Instituto devenido más tarde, mediante la correspondiente oposición, en reputado miembro de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid de la postguerra. Fue, en efecto, el jerezano (1904-2002) D. Manuel Lora Tamayo --autor, por cierto, de uno de los libros de recuerdos más destacados y enjundiosos de la literatura memoriográfica nacional-- el huésped de Alcalá, 34 («La calle de Alcalá que bien reluce, cuando suben y bajan los andaluces...») más relevante en tan difícil y siempre controvertido departamento ministerial.

Naturalmente, con ello no se apunta a ningún monroísmo profesoral; tan solo se trae el dato a colación para refrendar que no existe, desde luego, ninguna clase de incompatibilidad entre un cursus honorum abrillantado en aulas y claustros y la dirección de la cúpula de su ministerio. Incluso el franquismo no se atuvo a esta conducta con la designación de un muy prestigioso y cualificado miembro de los altos cuerpos estatales, el barcelonés Cruz Martínez Esteruelas (1932-2000), cuya gestión se caracterizó por la continua polémica desatada en los recintos de la Enseñanza Superior y aun en la misma opinión pública.

Así, pues, el nombramiento como responsable de la Universidad española de un descollante ingeniero aeronáutico como D. Pedro Duque no tiene nada de vanguardista o, todavía menos, revolucionario, como en ocasiones, a tono con el gusto de anchos círculos mediáticos, se afirma. Será, sin duda, sumamente arduo que logre llevar a la materialización feliz de un nuevo Plan de Enseñanza Universitaria. Empero, hazañas no menos arriesgadas ha protagonizado en los cielos que, en alguna medida, avalan la confianza depositada en él para que las renueve en la Tierra promisoria del Alma Mater española.

* Catedrático