Rafael Sánchez Ferlosio, que escribiera siempre con la misma cegadora lucidez, distinguía en un ya casi anciano artículo entre los juegos «agónicos» y los «no agónicos». Con estos últimos se refería a actividades como dejar resbalar el cuerpo por un pasamanos, patinar cuesta abajo o, simplemente, danzar. Esto es, a juegos felizmente desprovistos de la ansiedad por la victoria y de la pesadumbre de la derrota. En otras palabras, acciones que se hacen por el mero placer de hacerlas, porque ese placer ya las justifica y por, citando de nuevo a Ferlosio, «darle un gusto al cuerpo».

Se trata, no quisiera yo pecar de ingenuo, de habilidades que, siendo agradables, aún dependen para su aprendizaje de atención y de esfuerzo. Piensen, por ejemplo, en montar en bicicleta, en nadar o en escribir artículos de opinión en un periódico local. Y, sin embargo, no necesitan del concurso de contrariedades para hacerlas mejores o más dignas: no es más provechoso pasear en bicicleta por hacerlo con un palo entre las ruedas, no es más gozoso nadar por habernos zambullido en el tanque de los tiburones y, desde luego, tampoco se escribe con más habilidad (de eso ya se han dado cuenta a estas alturas) por hacerlo en contra de la opinión de otro.

Por esas mismas, uno diría que ni para enseñar ni para aprender hace falta andar asesinando a nadie, como sostuvo en este diario el profesor Antonio Bueno en su artículo ‘Assassination Classroom’. Se trataba de un muy divertido texto satírico, pero no por eso dejaba de reflejar que los profesores llevamos un tiempo convencidos de la necesidad de poner las cosas difíciles a los alumnos: como si cada concepto, cada idea y cada una de nuestras clases necesitara de un pago en angustia.

Quizá suceda que los profesores, identificando lo importante con lo serio y lo serio con lo agónico, nos hemos aficionado a crear congoja. Nos hemos convencido de que para enseñar se ha de procurar forzosamente alguna suerte de ordalía o, incluso, como el profesor Bueno sugiere, de una generosa e interplanetaria escabechina. Por eso, mal que me pese (pues ya saben ustedes de sus expeditivos modos) debo discrepar del profesor Bueno.

El alumno no necesita vencer a nadie para aprender porque, en realidad, el conocimiento siempre estuvo a su alcance. La razón por la que los profesores sabemos más sobre una materia que nuestros alumnos suele ser, sencillamente, porque nacimos antes y tuvimos más tiempo para conocerla. De no ser así, de no creer que lo que sabemos lo pueden saber otros, y de no estar convencidos de que esto que sabemos lo pueden conocer todos a poco que pongan de su parte, no tendría sentido que nos esforzáramos en enseñar nada.

Enseñar y aprender no son un fin, sino un proceso. Todo el que haya dado clase algo alguna vez sabe que solo entendió lo que explicaba cuando se lo contó a otros con esmero y atención. Cualquiera que haya ahondado en un saber es consciente de que, por mucho que se abunde, siempre quedará un mundo por conocer. Y por eso, también, los que nos dedicamos a esto sabemos que, en realidad, la labor de enseñar no dista en demasiado de la labor de aprender. El profesor no debería andarse finiquitando a los alumnos porque, a poco que lo piense, sabrá que necesita de ellos para que su trabajo no sea un ejercicio de exhibicionismo estéril. Enseñar consiste en acompañar, en guiar y en, con algo de suerte, llegar junto a los alumnos donde no se había llegado antes solo. El profesor no es mejor o peor por vender caro lo que ya sabe. El profesor no es una bola de piedra que persigue a quien ha robado el ídolo de oro de su conocimiento.

Por eso, desde mi limitada perspectiva de profesor en un instituto de pueblo, por lo que abogo es por más gracia en las aulas. Por más ligereza. Por más levedad. Por más hacer de aprender y de enseñar un darle gusto al cuerpo. Y luego, si la cosa se tercia y nos apetece, siempre nos podemos andar asesinando.

* Profesor