Hay quien tiene debilidad por los músicos callejeros. No es de extrañar. Vas y vienes a tus recados, embebida quizá en tus pensamientos, y al doblar una esquina te asalta un ritmo fuerte, o una melodía dulce que a lo mejor es lo más hermoso que vas a disfrutar en toda la jornada. Luego puedes o no puedes soltar un euro, diez céntimos o pasar de largo, y el regalo te lo llevas igual. Por Córdoba no había muchos. El hombre del Puente Romano. Otro que iba de terraza en terraza con un violín que necesitaba un buen afinado y al que le dabas su propina con la esperanza de que se marchara cuanto antes. La pareja del acordeón. La famosa Klara Gomboc de la Puerta del Puente, que se marchó con su violín cuando estaba en el culmen de su fama y hasta le puso una denuncia al Ayuntamiento -que no prosperó- cuando se vio forzada a entrar en la nueva ordenanza en las mismas condiciones que los otros músicos callejeros. Lo de que tocar en la calle requiera un reglamento es un poco deprimente, pues resta todo romanticismo y aventura al espectáculo y convierte en un empleo más esta forma de arte. Sí, la normativa quita espontaneidad, pero refleja la realidad: que a muchos no les queda otra que tocar o cantar en la acera para ganarse el jornal.

Ahora, el éxito de la alegre Valeria Delgado, que con su fresca voz devolvía la vida a esa calle Gondomar llena de mascarillas, da lugar a medidas municipales de suspensión de la música callejera. ¡Qué culpa tiene ella de las aglomeraciones del pasado fin de semana! Y qué culpa tiene el resto, por ejemplo, esos chicos de Ronda de los Tejares que casi te hacen bailar con sus sones celtas, o las jóvenes pianistas de la calle Cruz Conde. ¡Qué culpa tiene nadie del virus! Si el público hubiera sido más cauto y menos entusiasta no hubiera pasado nada.

Lo cierto es que la música callejera, según me entero leyendo a Irina Marzo en mi propio periódico, ya viene a ser un sector, como no podía ser menos en esta economía de precariedad que se nos ha derramado encima. Los artistas no tienen qué echarse a la boca, y el arte, por muy sublime que sea, no exime del alquiler y de las tres comidas diarias. Y los hay que incluso tienen hijos, oiga. Las salas de conciertos están cerradas, arruinándose sin misericordia, y el Ayuntamiento, la Junta y la Diputación van organizando algún ciclo que da un respiro a los afortunados a los que contrata. Sin más. La gente del espectáculo se ha unido en MUTE, en los Pedroches se ha creado la Asociación de Profesionales de la Cultura (Aprocupe), los del cine han creado la Plataforma Audiovisual de Córdoba... El artista crea en soledad, pero para sobrevivir a la pandemia está comprobando que la unión puede, si no hacer la fuerza, empujar un poco.