Siempre fue un romántico lleno de fantasías y burbujas, muy alejado de la versión tristona de los enamorados del amor; y aún hoy, rozando el siglo de una existencia trepidante, en la que no hubo sitio para el aburrimiento, desayuna cada mañana con una buena ración de vitalismo junto a unas pastillas que él considera milagrosas porque le conservan, dice, la vista y las ganas de seguir en el mundo. Así es el pintor y escritor Ginés Liébana a los 98 años: un señor que presume de no dejar pasar un solo día sin enfrentarse al caballete y a esos cuadernos en que anota con frenético entusiasmo sus ángeles y demonios literarios, barrocos y muy andaluces. Pinturas, poemas y prosa nada prosaica, macerados en magia quintaesenciada, humor y un toque de locura, como él mismo ha sido y es desde el exilio interior de Madrid al que se entregó tras dejar la Córdoba oscura de los cincuenta y cruzar mares y fronteras.

Y así es como el único superviviente del Grupo Cántico, historia andante aunque ya despacito y con bastón, ha acudido a Villa del Río en un visto y no visto, que atrás quedaron sus largas estancias en la Córdoba de sus amores y decepciones. Allí le dieron la Medalla de Oro de la Villa, su máxima distinción, y la recibió con tanta felicidad que su cuerpecillo de duende travieso, enjuto y frágil pero todavía enérgico de puro nervio, parecía levitar abrumado por el reconocimiento de un pueblo al que siente como suyo, a pesar de haber nacido en Torredonjimeno y haber crecido en Valenzuela.

Y no es que Ginés Liébana ignore lo que es saborear los dulzores del éxito, por más que arrastre la eterna queja de sentirse incomprendido por la contemporaneidad, él que luce hechuras y vocación de clásico. En 2005 los Reyes ahora eméritos le entregaron la Medalla de Oro de las Bellas Artes por su singular trayectoria creativa; el 24 de octubre de 2010 fue designado Hijo Adoptivo de Córdoba y el 20 de febrero del año siguiente fue galardonado con la Medalla de Andalucía.

Pero lo que tiene Ginés con Villa del Río es algo especial, un intenso idilio que, según me confesaba ayer por vía telefónica, le ha hecho creer en sí mismo y darse cuenta de que está al día con el arte y con la vida, que su obra no ha caducado, que puede morir en paz -aunque esto último nunca se le ocurriría expresarlo con esas palabras, pues la muerte es término proscrito del vocabulario y pensamiento de este optimista patológico-. «Yo tenía el complejo de que no sabía pintar ni escribir», lamenta quien disfruta de sobrado renombre, sobre todo como artista plástico, quizá por haberse sentido deslumbrado ante los fulgores del brillante Pablo García Baena, su amigo desde la infancia y sostén de Cántico hasta el final de sus horas. «Pero el cariño que me muestran me ha levantado la moral, y creo que lo que he escrito, leído ahora es completa vanguardia».

El romance con Villa del Río se inició cuando el Ayuntamiento, por mediación de su actual comisario de Cultura, Antonio Lara, gran dinamizador de las artes y las letras villarrenses, le encargara a Liébana el cartel del Carnaval del 2003. Cuatro años después el artista tenía en la calle varios libros, apoyo financiero para sus últimas exposiciones de ámbito nacional y sala abierta en el museo municipal Casa de las Cadenas. En él se guardan como un tesoro lienzos adquiridos por el Ayuntamiento y el propio Toni Lara junto a donaciones del artista. Un total de 120 obras, parte de las cuales se exhiben desde mañana en la ciudad búlgara de Plovdiv, Capital Cultural Europea 2019, con el patrocinio del Instituto Cervantes y la Embajada española. Razones suficientes para devolver la moral a cualquiera.