El amigo comenzó confundiéndome: te ponen un tubito y a los dos días estás en tu casa haciendo vida normal. Luego fueron dos horas largas de quirófano con anestesia general y unos grandes moratones que me llegan a las rodillas desde las ingles.

Voy a comenzar haciendo unas precisiones señoritiles: quienes tenemos acceso a la medicina privada directamente o mediante seguros particulares, cuando acudimos a la Seguridad Social, que es en las ocasiones importantes, elogiamos sus bondades. En cambio quienes no podrían acceder a ninguna medicina por sí mismos, cuando van a la Seguridad Social se quejan de sus limitaciones y encuentran defectos en cada rincón del hospital y en todo el personal sanitario.

Una cortina parte en dos la habitación, que es verdaderamente angosta. No hay suspiro ni ronquido que no llegue a nuestros vecinos.

Así empezó la relación con el mío que resultó aficionado a los toros. Las charlas se repitieron y llegó su hermano, un aficionado que puede hablar de encastes y dinastías.

Y empezó el examen. Como los de Pasapalabra de la tele. Me apretó estrujando mi experiencia y mi memoria.

Debí pasar la prueba porque al despedirse me propuso ir a dar una charla en una peña taurina de Linares donde, me dijo, se me iba tratar muy bien.

Estoy seguro de que así será. Porque seguro que será.

Me gané su confianza cuando afirmé que el padre de Curro Díaz se pone muy feo expresando lo que siente viendo torear a su hijo, según nos muestra la televisión.

Normalmente cada uno habría agotado su capacidad de comunicación con el móvil, pero en este caso el suyo sirvió a mi vecino para comprobar que soy persona de fiar, con ciertas capacidades.

Es falso que la vida actual no nos brinda ocasiones de intercambiar opiniones e informaciones con otras personas. Es verdad que los cara a cara son pospuestos a las charlas por el móvil y las afirmaciones con wasap.

Es lamentable que al arte de la conversación solo se accede cuando son personajes, los tertulianos, los que lo ejercitan, en televisión, pero rara vez en primera persona, haciéndolo hábito cotidiano.

Pero el arte de la conversación no está reservado para artistas, o para especialistas, alguno tan repelente como el director de La Razón.

La conversación puede ser arte, habilidad, o más simple, comunicación, y esta es la que no puede faltar entre los humanos. Que estemos conectados a un aparatito es una barbaridad. Es la soledad de la incomunicación.

Estoy alarmado: veo muy poca habilidad en el intercambio de ideas y mucha en mover los dedos gordos sobre los teclados de los móviles.

Yo, la verdad confío mucho más en la palabra que en los dedos gordos.

Pero la palabra que nos llega con reiteración es la más hueca de los políticos.

Nos llega con el desayuno, al mediodía -si no nos salva el medio de vino—y por la tarde casi con tanta reiteración como la información del tiempo, que se nos suministra, puntillosa y asidua como si nos fuera necesaria cada minuto porque estamos navegando y necesitamos saber si las olas van a ser de cuatro o de siete metros.

Y yo, la verdad, repantingado en el sillón de orejas, no percibo oleaje alguno, como no sea el de la aspiradora del tercero.

Pero el día está, cómo el gato, triste y azul.

Volvamos a lo que se cuece en el sillón de orejas.

Estábamos cavilando sobre la comunicación humana, sobre el arte de la conversación, que puede practicarse a través de la cortina de una habitación de hospital tratando de toros o de cualquier otro de los muchos temas que entretienen al hombre.

La cuestión es hablar, conversar, comunicarse con el otro, con los otros.

* Escritor, académico, jurista