La cultura nunca es un coñazo. Todo lo contrario. La auténtica cultura sirve para divertirse. ¡Ya quisiera yo ser culto! Mientras más culto se es, más vuela la imaginación con la obra de arte que se está contemplando; más se disfruta de un concierto, sea el que sea, porque de más tipos de música se entiende; más se aprecia la alta cocina y el mejor vino sin que por ello uno deje de pasarlo pipa en un perol o con una humilde patata asada bien preparada; más se goza de un libro o de una película sea del género que sea... Y, también, más se disfruta viajando. De hecho, la cultura, el haber leído sobre la ciudad que se está visitando y saber de ella y de las gentes que vivieron en la misma, es lo que convierte al turista en viajero, que son dos cosas distintas aunque vistan iguales pantalones cortos en sus paseos.

Y eso que el viajero cada vez lo tiene peor y debe de hacer, mentalmente, no uno sino dos esfuerzos de imaginación arqueológica. El primero, intentando vislumbrar cómo sería la vida cotidiana en su época de esplendor en el casco histórico que está visitando: a qué olerían las calles del Madrid de los Austria, cómo se moverían los aristócratas en Viena camino de un concierto de Mozart, qué aspecto tendría el Foro Romano en la época de Augusto, cómo era el ajetreo en el entorno de la catedral de Estrasburgo mientras la construían... Y segundo trabajo mental: imaginar cómo se vivía y qué tiendas había hace tan solo tres o cuatro décadas en ese misma zona monumental, en los últimos años en los que se trataba de un área de la ciudad viva y vivida y no había franquicias multinacionales ni establecimientos clonados como los que han tomado todos los cascos históricos de Europa.

Digo esto porque el pasado domingo se me vino el alma a los pies cuando junto a la Mezquita-Catedral me llegó un fortísimo olor a gofres que jamás había sentido antes en Córdoba... el aroma universal de todo centro monumental camino de convertirse en un parque temático. El olor de la uniformidad y del turismo sin imaginación. Porque no digo que se tengan que olfatear en el ambiente especias, salazones, cueros y flores junto a regueros de orines y cacas de mula, como olerían esas calles hace mil años, con Abderramán III y Alhaquén II. Ni siquiera a bodega de vino añejo, a taberna, a cocido casero al mediodía y a boquerones en vinagre, como hace pocas décadas en las calles que rodean la Mezquita. Pero oler a gofres...

La buena noticia es que quizá estamos a tiempo de revertir en lo posible el proceso de gofredización, palabro que me he inventado y que equivaldría en el plano turístico a «gentrificación», un término por cierto ya admitido por la RAE.

Porque, ¿quién dijo en ese mismo entorno, refiriéndose a unas obras en la Mezquita, aquello de que «habéis deshecho lo que era único para hacer lo que hay en todos los sitios»?