Salí a pasear en plena noche; a decir verdad, me fui de casa porque no podía respirar y porque un mosquito natural de la Campiña me demostró ser más inteligente que todos los directores de I+D de las empresas fabricantes de insecticidas. Salí en uniforme de cordobita: camisa desabotonada, pantalón corto y sandalias. Y fui feliz durante unas horas. Ignoro la causa, pero la alegría fluía a borbotones con el aire fresquito de la noche, la luz amable de las farolas y el relajante sonido del silencio sostenido con el contrapunto de un grillo y una lechuza. Solo me había tomado un gin tonic; así que ni la euforia ni la paz, ni la inefable sensación mística de pertenecer a ese todo absoluto que es la Campiña en una tranquila noche de verano, podían achacársele al alcohol etílico.

Ahora creo recordar que me detuve bajo un balcón repleto de plantas. La luz adentro, parpadeante, me intrigaba. Se oía un murmullo en forma de oración y una música sonaba redundante y progresiva, algo del estilo del Tubular Bells de Mike Oldfield. Aquel momento me hizo recordar mi época de instituto y las reuniones semiclandestinas de la pandilla al calor del pop-rock sinfónico y los canutos. Por eso miré hacia la ventana y agucé el olfato en busca de indicios. No encontré el aroma del chocolate, pero sí adiviné el perfil anguloso y zigzagueante de la hoja del Cannabis sativa, a la que solo conozco de vista desde que los aficionados las lucen en las camisetas o en la ventanilla trasera del coche.

La cuestión es que me quedé allí sentado un buen rato, y la cosa siguió como cuando llegué: venga música, venga oraciones y venga airecito fresquito; así que cuando hice el ademán de ponerme en pie para continuar con mi paseo ya de vuelta a casa, no había manera de levantarme del rebate. La poca gente que pasaba, seguramente volviendo de una boda, me miraba con intención, y a mí me dio por reírme. Las bodas deberían estar terminantemente prohibidas en verano, porque luego uno siente el compromiso inexcusable de llevar camisa de manga larga, chaleco, chaqueta y, por supuesto, una bonita corbata bien anudada alrededor del cuello. Y esa, en pleno mes de agosto en Córdoba, no es la mejor indumentaria para combatir el calor rotundo, el golpe de calor, la sensación térmica de cuarenta y ocho grados fundiéndose como el estaño en las axilas, la espalda y la comisura del glúteo. Recuerdo que encontré rotundamente ridículos a los novios y que pensaba para mí que la vida es algo más simple que todo eso. Pero también sentía una especie de compasión hacia todo. Los veía ridículos, pero los quería, igual que quería a la farola, a los geranios del balcón y al perro que se tendió a dormir a mis pies. Con el calor no hay quien pueda: las ideas se pierden por las neuronas y las palabras acaban tropezando con los dientes como un puñado de peladillas.

En el paseo de vuelta a casa, todo me parecía maravilloso, como si estuviera descubriendo por primera vez cada cosa con la que me cruzaba. El más insignificante de los sucesos cotidianos naturales adquirió una dimensión cosmológica, mientras que un telediario puesto a todo volumen llegaba a mí a duras penas, como si formara parte de un mundo lejano e irrelevante: la remota posibilidad de un segundo intento de investidura de Pedro Sánchez en septiembre.

Ya tendido en mi cama, entré en algo que imagino como un trance: me sentí atrapado en medio de un torbellino de luces y formas cambiantes que me engullían al tiempo que perdía una clara conciencia de ser yo mismo, me vi desde fuera, como sobrevolado por un punto de conciencia. Acto seguido ya era de día, los pájaros trinaban como locos en el pino de enfrente, el panadero aporreó la puerta de la calle, las vecinas se hacían sus confidencias junto a mi ventana. Como todos los días. Pero yo ya no soy el mismo. Un número más entre las víctimas de la ola de calor.

* Profesor de la UCO