Hace algún tiempo, una conocida política de ámbito nacional, doña Carmen Calvo, dijo sin ningún tipo de sonrojo que el dinero público no era de nadie. Siento llevarle la contraria, pero realmente el dinero público es de todos los ciudadanos que son quienes lo aportan. A muchos políticos, por desgracia no solo a la Sra. Calvo, parece no entrarles en la cabeza que ese dinero lo ganamos mediante nuestro trabajo, y que las administraciones públicas lo exigen coercitivamente mediante las mil y una formas de tributos que, con una imaginación infinita, diseñan e implementan ellos mismos desde la administración nacional, las autonómicas, las provinciales, las comarcales o las locales. Todas ellas ampliamente «disfrutadas» por cada persona en este país. Sin duda, el nuevo despilfarro de dinero que vendrá dado por tener que ir a otras elecciones nacionales parece apoyar esta tesis; aunque hay un hecho o característica de la administración pública que, desde mi punto de vista, incide aún más en la generalización de este pensamiento entre los políticos de nuestro país: la inversión pública.

En campaña electoral, vamos a escuchar, y mucho, todo lo que va a aumentar la inversión pública en nuestro país, salga victorioso quien salga. Por supuesto, crecerá en todos los temas estrella como educación y salud, pero también se mencionarán infraestructuras e I+D+i. La cantinela de lo buenísimo que es realizar inversión pública se repite incansablemente en campaña y fuera de ella, en todos los niveles administrativos, y por prácticamente todos los políticos de todos los partidos. Pero ¿es realmente tan bueno? La verdad es que a no ser que sea algo muy obvio casi nunca se sabe. Normalmente, en la empresa privada la inversión en cualquier tipo de equipamiento (edificios, maquinaria, etc.) ha de venir compensada por una mejora de la rentabilidad, si no es que ha sido una muy mala inversión. En el ámbito de lo público, la economía suele hablar, como he mencionado alguna vez en esta columna, de que las inversiones públicas han de venir compensadas por un mayor crecimiento económico a corto, medio o largo plazo que conduzca a mayor bienestar para la población. Y ¿cómo se mide esto?, pues ahí radica la principal cuestión, no se suele medir.

En primer lugar, los objetivos que se esbozan en política suelen ser de carácter muy generalista, es decir, no son concretos ni pretenden estar planteados para ser logrados en un determinado periodo de tiempo, algo que les da el mal atributo de no ser medibles. Por aquí ya empezamos mal, si no se cuál es el objetivo específico y en cuánto tiempo lo tengo que alcanzar ¿cómo se si lo he alcanzado? El objetivo de mejorar el crecimiento de Córdoba, sin ir más lejos, está fantástico, no obstante ¿mejorar qué crecimiento, el económico? ¿mejorarlo en cuánto? ¿mejorarlo en qué tiempo? ¿mejorarlo en media o para barrios concretos? ¿en qué barrios? ¿para que sea sostenido? ¿para que sea sostenible? Del mismo modo, cuando un político decide realizar inversiones públicas y construye un palacio de congresos, un aeropuerto, un museo, un tren, una carretera ¿se evalúa si eso ha mejorado en algo la vida de alguien y en cuánto? Pues lo habitual es que no, es decir, no se suelen realizar evaluaciones posteriores a la ejecución de esas inversiones. Así, nos quedamos sin saber si ha servido el dinero gastado. Dinero que, muchas veces, se ve incrementado de forma casi exponencial con respecto a lo que inicialmente estaba presupuestado.

Alguien debería explicar en qué ha mejorado el bienestar de aquellos que han pagado (todos los españoles, concretamente) los aeropuertos de Castellón, Ciudad Real, Huesca, Albacete, o la Ciudad de la Justicia y la Caja Mágica madrileñas, el Fórum de Barcelona, las Setas de la Encarnación en Sevilla, etc. Y así nos va, no hay objetivos ni evaluaciones porque no les interesa a los políticos que realmente sepamos como tiran nuestro dinero, y además eso hace más fácil que no exista ningún tipo de responsabilidad política, más allá de, a lo mejor, tener que irte a la oposición. El quid de la cuestión es que todo esto provoca que ni siquiera escarmentemos. De hecho, ahora nuestro gobierno autonómico estudia invertir 800 millones de euros (las malas lenguas dicen que podría perfectamente incrementarse hasta los 1.200 millones) en una autovía para unir Huelva y Cádiz. La finalidad es la de ahorrarnos 15 minutos en coche de trayecto, o eso creen porque no hay ningún tipo de estudio realizado que lo avale (ni siquiera una evaluación previa). Eso sí podemos estar tranquilos porque la autovía solo afectará un poquito o casi nada a Doñana, o eso creen porque tampoco hay estudios al respecto. Vamos, que siguiendo la filosofía aludida, como los 800 millones no son de nadie pues mira los pongo aquí mismo aunque los quite de allí (frase célebre de otra de nuestras ministras andaluzas), porque para qué pensar en hacer algo realmente útil.

* Profesora de Economía Financiera de la Universidad de Córdoba