Los pueblos están de moda en la literatura por esa España vacía de Sergio del Molino, que nació en Madrid. Pero también porque el verano, la estación que ha terminado en siglas tan desconocidas como DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos), nos está cerrando septiembre con una gota fría que ha hecho daño a la población. A mí, sin embargo, el tiempo me ha devuelto a los primeros y auténticos sabores, a esos tomates, pimientos o berenjenas de cuando eras chico y creías en la bondad sobre todo (luego vendría el amor por las mujeres). El 8 de septiembre, más o menos, mi cuñao había decidido hacer nuevos surcos para el otoño. Me pareció bien. Pero eso era arrancar las matas de tomate, pimientos y berenjenas que yo había regado durante sus vacaciones de verano. Entonces me dí cuenta de la vida, que se escenifica en el espacio de los pueblos, donde la tierra, todavía, sabe al origen de los sabores, regados con algo de melancolía. Los pueblos no son un recurso estilístico ni un refugio de los partidos políticos para hacer una realidad de sus siglas. Los pueblos son esas casas que «se venden» durante todo el año pero que en las vacaciones de verano ofrecen ese rostro amable en el que solo buscan una realidad que no los aplaste en el invierno. Allí, durante el verano, como en Villaralto, mi pueblo, puedes sentirte propietario de un chalet público cuando la piscina, que cuesta un euro a los jubilatas, se vacía a la hora del almuerzo y te da todo el tiempo del mundo para revivir aquellos años de niño, cuando ibas a la ermita a jugar al fútbol. Los pueblos renacen en verano, cuando las playas suben de precio, y en sus bares la vida vuelve a recobrar significado en las copas del mediodía y en los encuentros nocturnos. Los pueblos, durante todo el año, son casi como fantasmas que consiguen su supervivencia a base de empeño. Pero en verano retornan a lo que fueron, el alma de aquellos muchachos que se fueron un día de sus calles y que con el calor vuelven a sus orígenes, a esos momentos en los que un gran cardiólogo toma una copa con el mejor albañil y un tenor canta en la terraza del Paisa con un miembro de la murga El Chorreón. Los pueblos son el mejor verano -más que la playa—para dormir a menos grados que en Córdoba y la mejor localización para ver el cielo lleno de estrellas, esas de las que los políticos hacen propaganda y las personas normales las utilizan para llegar al amor. Todo el mundo no ha nacido en un pueblo ni en el desierto de Tinduf, de donde vienen los niños saharauis. Yo propondría que en el verano, antes de terminar septiembre, la juventud hiciera prácticas en sus espacios. Quizá por el peligro de que se parezcan demasiado, en cuanto a rechazo, los pueblos y el desierto.