Estaba a punto de comenzar el otoño a la mañana siguiente. La avenida se iba quedando vacía y el camarero del bar donde se encontraba empezaba a recoger. Se levantó de las mesas y se sentó en el banco contiguo a la terraza. El camarero, que casi seguro no había contratado el partido de liga que estaban echando, iba a lo suyo, que era cerrar el bar lo más pronto posible, como ocurre ahora en casi todas las tascas cordobesas alejadas en horarios de aquellos veranos en los que todavía no éramos europeos. Le puso el vaso con la bebida para que se lo llevara a su casa. Pero, sentado ya en el banco, que era de propiedad pública, le dijo al camarero que se quedaba allí. «Mira, subirme a mi casa y tomármelo en el salón me parece un aburrimiento. Aquí, estoy en la calle, veo pasar a la gente y me siento acompañado. Beberme esto en casa no me atrae.» Llevaba garrota y tenía cierta edad. El otoño se me cayó encima porque pensé que aquel hombre, de edad adelantada, tenía instalada en su piso esa soledad sin compañía que te puede acompañar, sin pedirte permiso, parte de tu vida. Pensé en su rostro, que se apareció en mi memoria. Siempre en las terrazas y en los bancos de la avenida pero sin una compañía establecida, fuera mujer, hombre o chiquillos. Y pensé que la soledad era el último (por su edad algo avanzada) estilo de vida que le tocaba interpretar. La noche seguía adelante y el partido de fútbol terminó con un resultado que redimía al Madrid. Y en las terrazas de los bares grupos y parejas escenificaban, de manera natural, la vida que, evidentemente, estaba ausente de soledad. Como, seguro, le habría ocurrido en su día al cliente del bar de la avenida, quizá en aquellos tiempos en que media España era del Bilbao, la otra, del Madrid y alguna del Barcelona, cuando Arteche, Marcaida, Arieta, Uribe y Gainza; Alonso, Marquitos, Santamaría, Lesmes; o Ramallets, Olivella, Rodri, Gracia. Volví a la avenida para ver si seguía en su escenario de aparente soledad mi amigo. No lo ví aunque bastantes bancos municipales estaban ocupados sobre todo por ciudadanos sudamericanos y por clientes que ya habían cenado kebabs. Y pensé en el ser humano, que nace sin saberlo, sin que nadie le pregunte, y que a veces, como por estos días de septiembre, tiene que enfrentarse a momentos de soledad en los que interviene una terraza, un banco o un piso. Como le ocurrió la otra noche a mi amigo de la avenida cuando el camarero le cerró el bar y le dio un vaso para que bebiese en su piso. Cuando la soledad le dictó que «la calle era el mejor sitio para sentirse acompañado». Estaba a punto de comenzar el otoño.