Alguien puede pensar y quizá con cierta razón que a qué viene ahora aquello del bipartidismo. Desde luego, eso de que dos grandes partidos se alternen en el poder, porque son los únicos que electoralmente pueden, está muy lejos en España. Pero no por ello se ha de dejar de analizar su menoscabo. Y decimos menoscabo porque cuando el bipartidismo estaba totalmente asentado y como sucede en otras democracias consolidadas cumplía con su cometido, que no es otro que ir matizando las políticas dentro de un solo compromiso con la lealtad a los valores constitucionales y democráticos. Pues bien, esto, como decimos se venía haciendo más o menos eficiente y eficaz. Pero ¿qué pasó para que los españoles comenzáramos a perder la fe en el bipartidismo?: ¿los errores de las políticas?; ¿la falta de compromiso con los principios constitucionales? Puede que en algún grado las respuestas a estas preguntas tuvieran algo que ver. Pero lo que verdaderamente fue determinante ha sido la corrupción en mayúsculas. Por supuesto, tanto de unos como de otros, pues nadie se salva, ni siquiera en ese diálogo de besugos del «y tú más» en el que sobre este asunto nos han mantenido los dos grandes partidos hasta el hartazgo. Las consecuencias en el espectro político de esta debacle del bipartidismo, todos las conocemos: nuevos partidos que unos de una manera y otros de otra no parecen aportar nada nuevo, sino más bien lo que pretenden es ocupar, unos con matices populistas y otros con extemporáneas refundaciones del centrismo, el espacio que el bipartidismo ha dejado huérfano no solo por la corrupción como decíamos, sino en grado sustancioso ideológicamente hablando. Pero el bipartidismo, debería de volver a ocupar su espacio. Fundamentalmente porque nuestra democracia sin mayorías alternas permanece en un permanente casting partidista, que lo que posibilita a la postre es el desgobierno rampante y las amenazas independentistas.

* Mediador y coach