No es posible escribir el silencio en una línea, ni esconder el olvido en mitad de una metáfora. El mundo es una caperuza de dolor bajo la que no halla cobijo la poesía. El hambre, la guerra, los desahucios miserables, la violencia machista, el abuso laboral, la pútrida zarpa de las multinacionales ante las que se arrodillan los gobiernos, las borrascas que arrasan pueblos enteros en una hora son la lectura del tiempo en que vivimos. Hemos llegado a un colapso universal. Y contra esto no puede la palabra ni el mensaje de un verso. La belleza se diluye como un puñado de nieve entre las zarzas y los densos espinos de una sociedad espuria donde suelen triunfar los sátrapas y corruptos. La poesía fue expulsada, al final, de los colegios, de los institutos y las universidades. No conviene que el ciudadano sea sensible y sienta empatía por lo que le rodea. ¿Para qué escribir versos entonces en unos tiempos donde el amor es a diario secuestrado por la soberbia, el odio y la ignorancia? Hace poco, en la inauguración de Cosmopoética, la escritora bielorrusa Esvetlana Alexiévich mencionaba el dolor, la agonía permanente que aún se respira en torno a Chernobyl, impregnando el ambiente de un perfume desolado que escocía en las pupilas de quienes estábamos escuchándola. En su voz confluían todas las batallas, todos los enfrentamientos sanguinarios, todas las humillaciones de este mundo. Y aun así, es inútil y estéril su palabra. Ni siquiera sus libros cargados de poesía y denuncia social, de una desolación sublime, pueden cambiar el rumbo de un planeta que camina sin pausa hacia un crepúsculo de azufre. Ni siquiera la voz de una autora universal puede servir de bálsamo a la herida que se abre en la carne de un mundo magullado por el egoísmo de sus gobernantes y la indiferencia de aquellos que caminan con los ojos vendados mirando hacia otro lado, mientras el cambio climático extiende sus raíces por todos los mapas, los bosques y los cielos. Quienes pueden impedir este paso hacia la nada, hacia el vacío, el silencio y la negrura no mueven ni un dedo desde su alta posición. Viven encapsulados en su soberbia. No sirve de nada, por tanto, hacer poesía en mitad de una sociedad egoísta y ruin, huérfana de empatía y de ternura. El amor tiene artrosis y sus dedos deformados no pueden ya consolar la piel quemada de un mundo rasgado por el óxido del odio y el miserable punzón de la violencia. No hace mucho cabía el azul dentro de mí; ahora llega a mi pecho el dolor violeta y ácido que exhala el paisaje de la Amazonía. Mi alegría es un bosque con los árboles quemados, una luz de resina obstruida por el fuego.

A veces, llego a pensar que algo pequeño, cercano al espíritu, como un amanecer o una puesta de sol puede reconciliarnos con la felicidad que ayer tuvimos. Muchas tardes dejo que mi alma se dilate y salga de mí para diluirse entre los árboles y los senderos amenos, perfumados de silencio y amor, que hay detrás de la Axerquía, en el parque Cruz Conde, y me anudo al vuelo ocráceo que, al atardecer, despliegan las torcaces trazando piruetas de seda entre los pinos. Otras veces me acerco a pasear por las orillas del Guadalquivir y me hundo en la Ribera ajeno a la gente, a las voces y los murmullos que cruzan muy cerca, a centímetros de mí, para acabar centrándome en el agua y en los patos y garcillas que adornan como gemas o filamentos de tiza un decorado hilado por una crepuscular poesía que me traslada a las tardes de mi infancia, cuando iba soñando caminos de mi pueblo. Es ahí, en ese instante, donde la poesía no escrita se muestra ante mí en todo su esplendor, en su delicadeza noble y prístina. Mi alma se expande, vuela como un boomerang y, después de girar y dar vueltas junto al río, vuelve límpida a mí y me habita como un líquido que llena gozoso un odre abandonado en la tenebrosa paz de una bodega. Sí, la poesía me inunda unos instantes, aunque soy consciente de su inutilidad y sé que, al final, después, al volver a casa, tras haber cruzado feliz, con entusiasmo, las alegres terrazas de Ciudad Jardín, una vez conecte la trémula pantalla de mi ordenador o encienda la televisión las tripas del mundo, la vida eviscerada, saltarán sobre mí oscureciendo mis entrañas. Y pese a todo, aunque esté desalentado, siendo consciente de su inutilidad, quizá me adentre de nuevo en un poema que dejé aparcado hace algunos días para esconderme del mundo y sus miserias. Y me sentiré roto y firme al mismo tiempo, porque sé que mi única arma, tenue y débil, para luchar contra el miedo es mi palabra, la luz pequeña y raída de mis versos, unos versos torpes e inútiles, como yo, que no servirán para nada al fin y al cabo, aunque me hagan feliz mientras los voy desgranando. Sí, quizá la poesía alguna vez, en ciertos momentos, me haga reconectar con la inocencia de mi niñez remota; pero luego me asalta la cruda realidad y el mundo cae encima de todo lo que escribo convirtiendo en azufre y ceniza mis palabras, unas palabras anémicas, muy frágiles, que claman ternura, justicia, caridad, empatía y rebeldía, deseos de iluminar un mundo egoísta, regido por las sombras.

* Escritor