El arte verdadero ha de tener algo de íntima verdad, un nervio de piel y de tejidos, de sufrimiento y dolor. No digo que el arte tenga que bascular necesariamente sobre esto, porque sus manifestaciones son tan infinitas como sus posibilidades, sus registros y tonos, sus enfoques y sus concepciones; lo que digo es que el arte, sea como fuere, de la escuela o de la tradición que fuere, del tiempo y del lugar del que proceda, ha de tener un resquicio de revelación, de verdad humana que nos toque y conmueva, que nos reubique en un espacio nuevo. Esto, naturalmente, ni se sabe al principio ni tiene que saberse. Porque al principio --y a final también-- el arte puede ser un juego de espejos o reflejos, con una fluctuación de sensaciones que nos llevan y traen por los laberintos de nosotros mismos, como sujetos plenos de experiencia artística. La experimentación puede ser una ética vital, pero también debe convertirse en una transición hacia etapas más profundas de belleza y verdad. La experimentación, y no digamos ya la posible provocación, tiene algo de juventud epatante que en el fondo acaba dando más ternura que otra cosa, una especie de distancia melancólica con los muchachos exaltados, airados y potentes que todos los artistas fueron una vez. Y me parece bien, porque además debe ser así: es obligación de los jóvenes negarlo todo, quemarlo todo, creer que el mundo empieza a girar en sus manos por primera vez. Luego viene la creación, que es un asunto un poco diferente. Pero cuando se saca la cabeza tumultuosa a la vida por primera vez, a través de un hecho artístico, es una obligación de juventud creer que en realidad se está inaugurando un tiempo nuevo, un arte nuevo, una provocación nueva, una especie nueva de estallido que puede remover los cimientos de lo que conocemos, lo que rara vez sucede, pero se vive con intensidad.

Pienso por ejemplo en el estreno de la Electra de Galdós, su visión del mito clásico, el 30 de enero de 1901. Si ahora hablamos de Baroja, de Azorín, de Maeztu, de Valle-Inclán, de Villaespesa, de los hermanos Machado, de Juan Ramón Jiménez o del propio Galdós, nos parecen algunos de los nombres más egregios del canon. Sin embargo, fueron también jóvenes un día y cuando se estrenó Electra todos estos muchachos lo vivieron como una enmienda a la totalidad del teatro patrio, Echegaray especialmente, y los muy serios y señorones en sus fotos Baroja, Azorín, Valle, Machado --ambos-- o Juan Ramón no sólo llevaron a hombros a Galdós desde el Teatro Español hasta su casa, sino que después, como homenaje, crearon una revista llamada también Electra para designar el arte nuevo. La revista duró lo mismo que el apasionamiento: un número. Pero ese fuego existió y tuvo su gracia, tuvo su momento fulgurante y después se extinguió. La obra era y es excelente, pero el punto de provocación duró más o menos tanto como aquella revista.

Santiago Sierra, el autor del ninot para ARCO que representa al Rey Felipe VI en una figura de cuatro metros y medio de altura realizada con cera, pelo y poliuretano que debe ser quemada por su comprador, tiene 53 años. Quiere uno decir que lo suyo no es desafío de la juventud creadora y seguramente tampoco llega a la provocación. Su primera obra famosa fue un Franco confinado en una nevera que vendió por 45.000 euros, lo que tenía su carga metafórica y quizá cierta gracia, aunque artísticamente no valiera un colín. La segunda, del año pasado, fue una cagada en toda regla: una serie de fotos de los imputados por el procés titulada Presos políticos. La actual, firmada por Sierra y Eugenio Merino, es un Rey Felipe VI en cera cuyo comprador firmará un contrato para comprometerse a quemarlo en un año. La galerista aprecia innegables valores artísticos de la obra, como que la corbata del Rey es verde y el traje azul, igual que el día de la toma de posesión de Pedro Sánchez, y que la pieza está rociada de Hugo Boss, según parece el perfume favorito de Felipe VI. Ni Leonardo da Vinci en su esplendor, y solo por 200.000 euros. Una verdadera ganga. Pura transgresión. Puro fuego de provocación para este joven genio de 53 años que ha alcanzado esta cima artística gracias a la infinita estupidez ajena.

Franco, presos políticos, el Rey: a Sierra se le empiezan a agotar los temas subversivos. Afortunadamente ARCO es mucho más que su caricatura. Alguien querrá convencernos de que el arte contemporáneo es esto; pero los vendedores ambulantes de crecepelo han existido siempre, como también el arte verdadero.

* Escritor