Aquel día debimos dar una gran sorpresa a mis palomas: el proyecto infantil se llevaría a cabo allí mismo, junto al pequeño palomar donde se amaban y reproducían, en la terraza medio cubierta, que estaba en la última de tres plantas. Un sobresalto a la dicha de sus rutinas, cuando sus vuelos eran deslizarse sobre las aguas calmas de un lago tan solo imaginado: un sonido imposible.

Tres niños de doce años: los dos Pacos y yo. Yo, claro, dueño o hijo de los dueños de la casa, dirigía, y uno de ellos, con mi mismo sigilo, cargaba con el saco cuando el acceso estuvo seguro. En todo lo alto, entre los nidos de las palomas con algún pichón, tenía guardadas las herramientas para la operación que el mal tiempo y las dificultades había demorado varios fines de semana. Por fin había llegado aquel día de sol en que nos deslumbraba la cal de las paredes y el gato romano venía en un saco de molino a los hombros de uno de los Pacos.

Naturalidad, sigilo para no llamar la atención de mis hermanas ni alterar al animal, que no podía imaginar nuestras intenciones. Todo estaba planeado y no podía fallar. Silencio, ya digo, naturalidad y rapidez. Pero tres niños, escaleras arriba y en silencio, escapaban a toda lógica y mi hermana Teresa, algo mayor que yo, «¿Qué lleváis ahí?» «Comida y comedero para las palomas». Me salió de pronto y seguimos como si nada. Hasta uno de los compañeros se atrevió a silbar.

La misión era complicada pero, si se actuaba con rapidez y al otro lado de la puerta bien cerrada, tras echar la llave, no habría tropiezos. Así es que, cuanto antes, nos pusimos manos a la obra. Primero saqué las agujas de hacer punto y la bien afilada navaja, que había transportado bajo la camisa. «¿Listos?» Los Pacos asintieron con una expresión que nunca había visto antes en sus caras. Ellos sacarían y mantendrían al animal con fuerza y yo, que para eso estábamos en mi casa, atravesaría su corazón con la aguja de hacer punto. Era el momento: ¡Ya!

Pero cuando el gato, pese a la solanera tras la oscuridad, adivinó y vio nuestras intenciones se revolvió en un violento y rápido tira y afloja para salvarse. Y a todo esto, maullando, enloquecido, con más elocuencia que cualquier chiquillo o ser humano ante el peligro. «¿Dónde le pincho? ¡Quieto, quieto! ¡Sujétalo bien! ¿Y la costilla? ¡La costilla, leche!». A la terrible situación de maullidos, arañazos, mordiscos y forcejeo, acababan uniéndose las voces de mi hermana Teresa, junto a la escalera, al otro lado de la puerta: «¿Qué haces, Luisito? ¿Qué estáis haciendo? ¿Qué le pasa a ese animal?». Daba golpes con todas sus fuerzas: ¡Ay, pobrecito!

Era un gato rubio, al parecer, romano y de tamaño regular y fueron unos segundos de lucha pero suficientes para sentir sus dientes y uñas en nuestras manos y brazos hasta que tuvimos que soltarlo. ¡Una fiera! De un salto, escapó por el tejado y abrimos la puerta sin que ninguno de los tres soltase herramientas y saco: tres pasmados por el fracaso. «¿Qué ibais a hacer a ese animal, so sinvergüenzas» «Un experimento» respondí «¿Con una aguja, Luisito? ¿Con una aguja? ¡Ya verás cuando se entere mamá!» Y se volvió hacia la escalera, dispuesta a delatarnos.

Un experimento y me había cogido con las manos en la masa: la aguja de hacer punto, la navaja, el animal retorciéndose entre los tres, que sangrábamos... «¡Ya verás a mamá!»

Aquello iba a ser limpio, tranquilo, como transcurren algunos episodios en que se quitan vidas; una pieza de arte para la taxidermia. Después, nos habremos reído mil veces al relatarlo. ¡Cosas de niños! Pero tuvimos la suerte del fracaso, de no salir a hombros, pese al inevitable indulto. Solo era un gato.

* Profesor