La belleza y grandiosidad de la Colegiata de Osuna es algo más que un monumento o un mausoleo del duque originario; es la corroboración de la relación estrecha entre el arte, la creación artística y la muerte como detonante y estímulo -y tan cercanos fonéticamente- de la construcción de esa impresionante Colegiata o del poema iniciático que una joven escribe.

Como nos indica Isidoro de Sevilla en su Etimologías, el arte es hacer cosas, hacer cosas en principio bellas, o más bien la capacidad de hacerlas. Desde un producto artesano hasta el soneto de un poeta. Según el aserto clásico el arte imita a la naturaleza y naturaleza viene de «natura» es decir «lo nacido». Y todo lo que nace muere: el arte así más que a la naturaleza, imita a la muerte. Vida y muerte las dos caras de Juno y el rostro último del arte.

Según la leyenda clásica que recoge Plinio, el arte de la pintura nace de una doncella corintia que, al despedir a su amante que se embarcaba, ve en una sombra en la pared el reflejo de su figura y con un trozo de carbón traza su silueta. Es decir la ausencia ya marca ese origen mítico. El arte no es neutro y cuando la amada corintia dibuja la silueta de su amado en la pared, está dibujando la ausencia. Y como escribió Alano de Lille «las sombras de las cosas en cosas convierte» y «en verdad transmuta cada mentira». El arte es pues un mito, un mito cuya función es explicar el mundo, ausentar la muerte. El arte viene a ser un daimon, un intermediario entre la vida contingente y la inexistente inmortalidad. Ya que el arte se bate con el dualismo que representa la finitud y el infinito, la muerte y la vida eterna. De alguna manera, el arte abstrae la materialidad de la vida y la dota de una forma, idea, que nos parece trascendente. Entre lo absurdo de vivir y lo absurdo de morir está el arte.

El arte así se convierte no en descubrimiento de la verdad a través de la belleza, sino de la mentira a través de la ausencia porque la pintura simia veri, simula la verdad. Y la única verdad es la muerte. Y hay tres lugares en el mundo donde la muerte está más presente: un hospital, un camposanto y un museo.

El ser humano no soporta su existencia; basta con mirar las caras de la gente en la calle. Y la consuela con el arte, las adicciones o las creencias (religión, ideología, deporte). El hecho de que la religión sea un acicate, e incluso una impulsora del arte, no hace sino reflejar de manera indirecta esa relación directa entre arte y muerte. Ni siquiera el amor, un sucedáneo de la muerte, es tan fuerte. De hecho amamos porque anhelamos ser inmortales.

Escribe Umberto Eco que «después del siglo XI el poeta ve claramente en su trabajo un modo de adquirir inmortalidad». Y Abelardo consideraba que los muertos perviven en la obra de los poetas. La literatura, como dice Muñoz Molina, es así la posibilidad de un diálogo maravilloso entre la vida y la muerte. Mas la experiencia del arte es también la experiencia de la belleza, el oxímoron de la muerte, y de alguna manera con esa experiencia antitética se repulsa la muerte, se le exorciza al menos, aunque sea en un tiempo limitado y contingente. ¿El arte justifica la vida como quería Nietzsche o más bien la muerte al arte? El artista siempre está asomado al abismo.

* Médico y poeta