Hay cosas que tenemos que traer de donde vengamos los humanos. Y las personas auténticas no pueden ni deben disimular esas virtudes porque son las que las hacen sentirse libres y, por tanto, felices. Resulta que tengo un niño, mi Manuel, el más chico de los varones, que quiero para él lo que todo padre normal y lucho porque vaya bien en el colegio. Pero este chiquillo mío es flamenco hasta durmiendo. Hace unos días fuimos a la boda del hijo de mi prima Salud a Campanilla. Total, que llegamos tarde, a eso de las once, y mi niña se fue al parque del lugar donde había columpios de estos para dos y empezó a balancearse con un niño gordito. Pues cuando la niña, que está en las guías, estaba arriba del balanceo, el niño se quitó y mi Paula pegó un culetazo que no veas y empezó a llorar como una magdalena. A mí se me quitaron las ganas de boda y dije a mi mujer: ¡Vámonos, a ver si la niña se ha roto algo! Afortunadamente, no fue así. Para la juventud flamenca un casamiento es lo mejor que puede haber. Allí cantan, bailan, no tienen hora, visten sus mejores galas, conocen a sus futuras parejas y es un santuario genial de flamenco anónimo. Por eso cuando dije de irnos, los dos míos mayores, mi Pepe y mi Marco de mis entrañas, se disgustaron porque veían que por mi exageración se iban a perder un acontecimiento que llevaban esperando meses (Pobrecillos mis niños con lo guapos que estaban con sus trajes nuevos). Pero, aunque se juntara el cielo con la tierra, me iba porque mi niña estaba tristona y se quería ir. Y tampoco los iba a dejar solos, que para eso somos una familia. El más pequeño, el muy pillo, no decía nada. Por eso, ya montados en el coche, Manolito me pilló desprevenido cuando salió corriendo para el evento. Me asusté porque creí que iba a ajustar las cuentas al niño que se quitó del columpio y, claro, no quería discusiones porque a veces lo que empieza con los niños termina con los mayores. Fui a por él mientras los demás, obedientes, esperaban. En las bodas gitanas, en el salón principal está la fiesta grande y casi siempre, al aire libre, alejados del salón y, por tanto, de los ruidos vulgares y monótonos de las rumbas, gente reducida de más arte hace corro por templadas y maravillosas bulerías. Fue entonces cuando escuché demasiados olés procedentes del lugar de las bulerías en un entusiasmo generalizado. Curioso, me acerqué y, sorprendido, me encuentro a Manolito, allí en mitad, cantándose y bailándose como un artista consagrado. Ello duró unos minutos, ya que esos momentos no se alargan porque son eternos. Cuando el niño terminó me dijo, con esa mirada que solo tienen los niños que nacen ya hombres: «Ahora sí, vámonos, papá. Irse de una boda de gitanos tan pronto y sin cantar ni bailar, es una vergüenza».

* Abogado