Constantemente emitimos juicios de valor sobre lo que nos rodea y sobre quienes nos rodean. Juicios que a veces quedan en nuestro interior, pero las más de ellas los verbalizamos con la excusa facilona de que es nuestro criterio.

Hay un libro maravilloso, reconocido como tal hace unos años a pesar de su horrible título, Manual de mujeres de la limpieza, de la gran escritora norteamericana Lucia Berlin. En él encontramos muestras bien palpables de una sinceridad sin alarde, de una verdad sin juicios de valor.

La autora simplemente expone, no juzga la vida de los demás. Quizás porque no se avergüenza de su propia vida que, aparentemente, no encajaba en los cánones morales de los que nos servimos en nuestra sociedad.

Pero si intentamos emularla, carecería de validez la frase anterior.

Porque posiblemente la vida y nuestras experiencias, fundamentalmente las emocionales, nos han llevado a cada cual al posicionamiento en el que vivimos.

Y sin embargo, incluso con una rápida reflexión intuimos lo atrayente que es el ejercicio de ser hombres y mujeres reales, que amamos, que sufrimos, que reímos, que disfrutamos, que nos desgarramos por amor, que buscamos el placer, que deambulamos libres, que nos sentimos perdedores, que nos levantamos de la soledad, que nos llenamos de sensaciones, que vivimos nuestras mentiras y nuestra hipocresía, que buscamos un sitio donde cobijarnos, que nos obligamos a ejercer la difícil solidaridad, que soñamos con conseguir una estrella... que sobrevivimos.

Llegaremos así a brujulear por una idea muy presente en un relato de Lucia Berlin: «El dolor está en la conciencia de que la felicidad no durará».

Basta con rememorar nuestras mil historias, que silenciamos en noches largas y ahora calurosas, sin percibir que somos felices y que nos movemos por falsas impresiones. Seguro que reconocemos cómo los pensamientos, miedos y obsesiones que nos asaltan son fácilmente prescindibles. Y no se nos escapa que esa necesidad de empezar aquí y ahora al menos merece un análisis de perspectiva para desprendernos de la ansiedad.

Vuelvo al pensamiento inicial. ¿Es este desasosiego el que nos hace emitir juicios de valor con tanto descaro, sin piedad, punzantes y ácidos, en una cascada cuasi escandalosa? No confiemos en una respuesta clara ni nos ilusionemos en confesar, porque seguramente no conoceríamos el resultado ni la conclusión esperada.

Si desechásemos el desasosiego en pro de lograr la hazaña de descubrir al otro -y el hecho del descubrimiento es un prodigio-, si entendiéramos que la frescura de conocernos y encontrarnos es lo más parecido a la magia del cine, si comprendiéramos que nuestras propias expectativas ante la vida se van reconduciendo en la medida en la que confluyen nuestras miradas y esperanzas, comprobaríamos nuestras analogías.

¡Pero si es que no somos tan distintos! No, no lo somos. Desde las personas que nos llegan en patera hasta cualquier mujer indómita afgana. Tenemos los mismos deseos, los mismos miedos.

Busco otra frase de Lucia Berlin para que me sirva de apoyatura y sigamos indagando: «No pude soportar la ternura de su mirada».

¿Qué es lo que no podemos soportar?, ¿la luz que reverbera ennuestro espejo?, ¿las miradas sobre la verdad de nuestra debilidad contrastada? Hagámoslo más simple: ¿acaso el ser humano es criticón por naturaleza y utiliza juicios de valor sin peso reflexivo para rechazar al que cree desigual?, ¿o es que la sociedad nos hace así? Cada cual se responda.

Repito, es que no somos tan distintos, y nuestras tentaciones y deseos diría que son inherentes a la condición humana.

Bien mirado, esos juicios de valor tan arriesgados que emitimos nos desvelan nuestra propia causa -lo que puede dar respuesta a las preguntas anteriores-. Y por el contrario, omitirlos nos muestra la grandiosa y persistente aspiración a vivir y convivir felices.

Por eso, es preferible seguir con Tennessee Williams, en el personaje de Blanche Dubois de su increíble obra A Streetcar Named Desire: «Lo más opuesto a la muerte es el deseo». El deseo nos iguala.

* Docente jubilada