Ya está en marcha al proceso de beatificación del padre Arrupe, que fue el 28 Prepósito General de la Compañía de Jesús en los años 1965 a 1983. Una causa de beatificación se instruye de una persona en la que se reconocen cualidades extraordinarias. Arrupe las tenía. En el aniversario de su nacimiento, el pasado 14 de noviembre, el padre Sosa lo calificaba como profundamente arraigado en Jesucristo, deseando cumplir en todo la voluntad de Dios Padre, y con su entera confianza puesta en el Espiritu Santo como guía de la Iglesia. Con otras palabras, en Arrupe se percibe --en su comportamiento y actitudes cotidianas, así como en sus escritos más personales--, una honda familiaridad con Dios Padre y un amor entrañable a Jesucristo. De su probada experiencia religiosa surgía naturalmente todo lo demás, en la actividad misionera del Japón y luego en Roma, incluyendo sus casi diez años de «pasividad orante» tras una trombosis sufrida en 1981, que le llevaron a sentirse más que nunca en las manos de Dios. De aquí nació su impulso a tantas obras apostólicas en tiempos recios de renovación eclesial. Su acción llegó a todos los sectores: la espiritualidad, la evangelización directa, el estudio, la educación, los medios de comunicación, el campo social y los refugiados. La renovación de la vida religiosa siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II fue una de sus grandes aportaciones a la vida de la Iglesia. La inculturación del evangelio, el diálogo con el mundo moderno y la preocupación por la justicia en el mundo constituyeron espléndidas aportaciones del padre Arrupe, que fueron claves durante los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II. En la Compañía de Jesús, Pedro Arrupe aportó una decisiva renovación de la espiritualidad ignaciana, con un abundante magisterio espiritual, fruto de una vivencia interior excepcional. Juntamente y como fruto eminente, impulsó una revisión y renovación de la misión apostólica de los jesuitas, definida en términos de «servicio de la fe y promoción de la justicia». No fue fácil la época que le tocó vivir sino bastante revuelta. Por eso, su silueta adquiere especial luminosidad y alegría al estar ya en marcha el proceso de su beatificación. Recordarle supone acudir a la fuente de la que bebió: Dios, con el deseo de hacer presente su salvación donde más falta haga. Su mirada al mundo --espontánea, confiada, esperanzada--, servirá de ayuda para renovar tantas miradas de inquietud como se alzan hoy en nuestra sociedad, en el anhelo de construir esos cielos nuevos y esa tierra nueva que implantarán la verdadera felicidad. Porque su mirada transmitía siempre el testimonio de haber vivido en primera línea los ataques nucleares sobre la ciudad de Hiroshima.Arrupe nos dejó un bellísimo poema titulado Enamórate, donde decía: «Nada puede importar más que encontrar a Dios./ Es decir, enamorarse de Él./ ¡Enamórate! ¡Permanece en el amor!».

* Sacerdote y periodista