La dificultad principal de Arrimadas es su mayor virtud: más que en la política ella está en la vida, o en hacer que la vida regrese a la política. Nunca debería haberse desplazado de ahí, jamás debiera haberse convertido en un escenario decadente para ingenios hundidos en la desgracia de su representación. Es como si la soberanía nacional, con especial ahínco en la autonómica, se hubiera vuelto caricaturesca, con las preocupaciones de la gente relegadas a un lugar más ominoso que la letra pequeña del subtítulo: el vacío, la nada. Por eso Inés Arrimadas afirma que Cataluña no puede permitirse cuatro años más de procés, porque es verdad: ni Cataluña, ni España. Los únicos que pueden permitírselo, porque están encantados de haberlo conocido y de haberse reconocido en él, o porque no les queda otra, son sus protagonistas, evadidos o presos, y los servicios de distracción rusos, con sus toneladas tuiteras como cortina de humo nuclear putrefacto a la manera de Chernóbil, tiznando nuestra vida. Porque si la crisis catalana representa para buena parte de la izquierda radical no una causa en sí misma, sino una oportunidad para dinamitar lo que ellos llaman el régimen del 78, para la mafia digital cercana al Kremlin sería una edad de oro para la destrucción de Europa.

Hay quien encuentra su espacio en la desolación, y labra su mejor escena en la caída de un mundo. Algo así parecen pretender los independentistas, que nos han arrojado a los unos contra los otros, en medio de la mañana, para luego decirnos que no estaban preparados. «¿Éramos bastantes, una mayoría, para declarar la independencia de Cataluña?», se ha preguntado Artur Mas en el Nueva Economía Fórum, mostrando la recámara de una vieja verdad. Él sabe que no: en las últimas elecciones autonómicas la mayoría correspondió a partidos no independentistas. Pero para Mas, como para sus continuadores, más de la mitad de la población catalana no tiene derecho a mantener una opinión, y su trabajo consiste en sacarlos de ese error. «No estábamos preparados», asegura ahora Mas, después de haber incendiado las calles con esos fuegos fatuos de la lucha por la libertad del pueblo oprimido, la independencia y la identidad nacional. Si «aún no existe una mayoría suficientemente sólida», porque no se ha rebasado «la frontera de la mitad de la población», entonces, ¿es moral insistir? El Gobierno legítimo de Cataluña dejó de serlo cuando asumió esa única misión: torcer la voluntad de más de la mitad de sus habitantes, con una DUI sin mayoría social, que es un golpe de Estado.

Si yo fuera un escritor independentista ahora no sabría dónde meterme mis artículos. O sí: empezaría a escribir sobre la irresponsabilidad de Mas, de Puigdemont, de Junqueras, con sus voceros afines, que me habrían lanzado a una espiral de odio con la causa quemada antes de prenderse, pero con unas brasas que aún perdurarán con su abismo de grieta. ¿Cómo puedes alzar y encabronar a la gente con la independencia, la fuga de empresas, la pérdida de puestos de trabajo y las familias partidas en mitad del domingo, para luego declarar en la Audiencia Nacional que tenía «carácter simbólico», como ha hecho Forcadell, y acogerse al 155 y la Constitución, rechazando la DUI? Visto lo visto, me gusta imaginar cómo se sienten ahora algunos andaluces antisistema más independentistas que los independentistas, frente a esta cobardía de huevos y de ovarios congelados, con sus líderes huidos de la justicia y los fieles varados en la arena.

Lo que viene a decir Arrimadas es dejad tranquila a la gente, dejadla en paz. Dejadla crecer, amar, desarrollarse. No la queméis de ira para salir corriendo. Por eso Cataluña no puede permitirse otros cuatro años de procés. Le ha respondido Núria de Gispert, expresidenta del Parlament: «¿Por qué no vuelves a Cádiz?». Girauta la ha llamado «supremacista repugnante». Es verdad que Barcelona está fantástica con el 155: no hay ruido de aceras, no hay tensión social, sino normalidad de días y noches ciertas. Hay nuevos restaurantes de cocina tradicional catalana, como el Haddock, y coctelerías estupendas, como el Solange y el Hemingway, con un extraordinario dry martini. Pero hombre, Cádiz es otro universo. Un lugar donde nadie se cree mejor que nadie, entre las tortillitas de camarones de San Fernando y la sombra benigna de Fernando Quiñones crepitante en la luz de la Caleta. Núria de Gispert ratifica mi idea pueblerina del independentismo. Ya querría yo que me mandaran a Cádiz, para dejar vivir.

* Escritor