Aquí no se arrepiente ni el converso, suponiendo que hubiera algún converso. Porque vivimos todos convencidos, porque andamos todos inflamados por una soberbia que también es pandémica. Contemplo la pachorra homicida de soldado con escopeta de feria de Fernando Simón, que tendría que protegernos, y no se arrepiente jamás de su gestión. Tampoco Salvador Illa, al que no le importa haber diseñado ad hoc un estado de alarma para Madrid, cambiado los criterios sobre la marcha -500, 200 o 100 por cada 100.000 habitantes, porque todo es ponerse- para que solo sea Madrid la región confinada. Pero es que tampoco Isabel Díaz Ayuso, en su eterna contienda, antes y después de ese romanticismo de su cumbre de Estado con el presidente, ha sido capaz de transmitir un criterio coherente en su gestión de la segunda ola. Y qué decir de Pedro Sánchez, el piloto de la desolación, o de quienes se afanan para sobrevivir en la destrucción del Estado, el control de los jueces o la proclamación de la tercera República, que es su prioridad. Aquí no ha habido comité de expertos: también era mentira. Aquí se ha dicho que el 8 de marzo se pensaba que manifestarse era seguro y por eso autorizaron todos aquellos actos multitudinarios, cuando hace poco a Simón se le ha escapado que desde enero estaban trabajando 16 horas diarias. Aquí se han falseado los datos totales de los muertos, pero se duda de las cifras de Madrid solo si mejoran. Aquí se ha reconocido que se nos han quedado «unos cuantos miles de muertos por ahí» únicamente para maquillar las cifras totales. Aquí se ha dicho que no eran necesarias las mascarillas, y después se ha reconocido que se afirmó eso porque no había mascarillas. Aquí hay más de 50.000 muertos, 50.000 familias devastadas, pero nos vamos a bucear con Calleja en su programa porque todo el mundo tiene derecho a unas vacaciones y a exhibirlas, aunque la gente siga muriendo. Un poco de empatía. Un poquito más de humanidad. Arrepentíos, joder.