Me he detenido aquí, en la calle de un pueblecito, al paso. Es la hora del atardecer. No hay nadie en las calles. Por las ventanas, la luz azulada de pantallas televisivas. De pronto, me asalta una interrogante: ¿dónde están los niños de este pueblo? Mi curiosidad me lleva hasta sonsacar la tranquilidad de un buen hombre que aparece súbitamente: «Pocos chavales, ¿no? ¿poco...? Aquí, en la casa, tres, y en el pueblo... sí hay, sí. Lo que tiene es que están enjotaos con la leche esa de los móviles y la tele, y como hoy día las criaturas no se privan de na, pues los cacharros están en las casas, Sentada en un rebatillo, tomo nota de cuanto va diciendo el hombre, que con las manos entrecruzadas sigue mascullando palabras: «¡Estos muchachos de hoy van a arreglar el mundo con las películas del aparato ese...! ¡Buenas están las cosas!» Casi me cuenta su vida. No obstante, me quedo con unas palabras que me llevan a reflexionar y que, ante mis muchas inquietudes, también alguien hoy me repetía: «Tú no vas a arreglar el mundo». ¡Claro que no! Pero el mundo puede empezar a arreglarse mediante la educación, una formación en valores que va más allá de comprarles el móvil, la televisión y dejarlos allí, perdidos en una filtración constante de violencia, sexo, etcétera. Y cuando estos ingredientes llegan a los pequeños, paulatinamente forman parte de sus esquemas mentales y podemos empezar a hablar de chicos conflictivos, inadaptados para colaborar en la construcción de un mundo mejor. Chicos a los que solo les van interesar mensajes que por todos los ámbitos reciben sin grandes interferencias. Si bien el tema excede este artículo, hagámonos conscientes de la responsabilidad que conlleva ser padres, ser maestros.

* Maestra y escritora