Era por la tarde y hacía calor. Calor de otoño. Era también la Medina Azahara que vi por primera vez hace ya más de 40 años. «La de los mármoles rotos, la del arrayán espeso, la de la noche sin fondo….» que cantaba Antonio Colinas. Uno podía visitarla y en algunos momentos sentir que era el único presente en el lugar. Sentarse en algún sillar y dejarse mecer por el canto de las cigarras. O esperar la irrupción de algún gran lagarto que se quedaba quieto, frente a ti, como reprochándote la invasión de sus dominios. No había manera de resistirse a la enorme capacidad evocadora del entorno, interpretado, en mi caso y en aquel momento, a partir de referencias periodísticas, turísticas o literarias. Estas últimas casi en su totalidad poéticas. Y en esa calma vespertina cabía constatar, ya por entonces, que algo iba despertando desde las entrañas de la tierra de un sueño de siglos. Es el encanto de redescubrir las ciudades perdidas. También el de las voces del pasado. Uno puede pasear por la playa de Maratón o circular por las Termópilas y el lugar le resultará indiferente si no posee esas referencias evocadoras. Que incluso nos pueden hacer oír, procedentes del mar, hasta las salomas de los marinos de Ulises.

La ciencia y la arqueología van poniendo, poco a poco, las cosas en su sitio. Y aunque a veces rebajan implacablemente nuestros sueños otras nos deparan aún mayores sorpresas. Al día siguiente el mismo recorrido, de la mano de Rafael Manzano, me abrió las puertas a otro mundo de terrazas, caminos, accesos, estancias militares, residencias, espacios de recepción, protocolos, jardines… Manzano casi dibujaba todo en el aire hasta hacértelo ver en tres dimensiones. Uno no se explicaba cómo no se estaba allí excavando día y noche para poner en valor tanta magnificencia. Pero era el preludio de un nuevo letargo del que luego también se iría despertando lentamente. Poco a poco, de la mano de Antonio Vallejo y de José Escudero, con los que pude realizar recorridos similares, Medina Azahara, el sueño de un califa enamorado, donde el sol reverberaba en fuentes de mercurio y los almendros transformaban en nieve sus flores, se me fue convirtiendo, se nos fue convirtiendo, en Madinat Al Zahrâ, la ciudad resplandeciente, la expresión del poder de un califato legendario y del cenit de una cultura. Hoy la arqueología y las investigaciones nos permiten conocer toda clase de detalles acerca de la vida y la estructura de la ciudad palatina. Al igual que el centro de interpretación y la programación de actividades en el recinto- inolvidable fue la exposición sobre El esplendor de los Omeyas- nos ha hecho más cercana y mucho más documentada su visita.

Hemos recuperado la memoria de una ciudad, donde, en versos de Sebastián Cuevas, la mantis religiosa espera. Una ciudad que llegó a perderse en el olvido con muerte tan profunda «que se ignoró su rastro y sólo una vaga noticia de estrella y de prodigio quedó en la oscura memoria de los hombres». También estamos recuperando su realidad. Y con su declaración como Bien Patrimonial de la Humanidad comenzamos a consolidar un devenir que ya empieza a jugarse en los marcos habituales de subvenciones, márketing, problemas parcelarios e ingresos turísticos. En fin que, poco a poco, van afianzándose las cosas de los hombres al tiempo que los ecos de las leyendas toman ese último barco que parte de Rivendell hacia las Tierras Imperecederas donde, como los versos de los poetas, permanecerán hasta que se los necesite de nuevo.

Pero entre historia y leyenda también existen territorios intermedios en los que cabe la convivencia. Puertas que se abren a la sugerencia. Alfombras que si, en palabras de Ibn Jayyan, antaño se plegaron «desfigurando aquella hermosura que había sido el Paraíso Terrenal» hoy podrían volver a extenderse para recuperarlo. Y es que, como casi todos los jardines andalusíes, el de Madinat Al Zahrâ no solo fue una manifestación de grandeza y un ámbito de descanso y recreo de los sentidos, sino también una pequeña representación del Edén. Si al final la recuperación del Salón Rico incluye la de la alberca principal del Jardín Alto, éste podría ser el primer paso para ir retomando progresivamente su mundo de elementos vegetales y acuáticos, aromas, colores y motivos ornamentales que configuraban un puente de armonía con la divinidad. Algo en lo que Córdoba acumula una sabiduría de siglos.

Mientras, el sol, en palabras de Fernando Quiñones, «seguirá cayendo sobre el fresco lecho de Madinat Al Zahrâ como un soldado herido al morir la tarde». Refulgirán las piedras de la ciudad brillante. Y las mantis religiosas unirán sus brazos y esperarán a su presa. Pero quizá también, por un momento, incluyan un rezo tanto por el futuro como por el recuerdo del mundo que habitan desde siglos. Y porque en ambos, junto a la realidad histórica, se pueda seguir aspirando el viejo aroma de las ciudades perdidas.

* Periodista