Antonio Salieri salió del anonimato 160 años después de su muerte. Melómanos aparte, el gran público recuperó a un músico de cámara italiano que labró la mayor parte de su trayectoria artística en la Corte de Viena. Amadeus, la película de Milos Forman que se llevó la principal estatuilla en los Oscar de 1985, le adjudicó acaso injustamente el papel de villano: la humana impotencia del maestro superado por el discípulo; las preces y las flagelaciones a cambio de alcanzar una miaja de esa genialidad llamada Mozart.

Podía haber escogido a Ruggeri, Giusti o a Burruchaga, porque también estuvieron en la alineación de la albiceleste aquel 29 de junio de 1986 en el Estadio Azteca. Pero por sus connotaciones más cercanas me quedo con Valdano. ¿Tan grueso es elucubrar que la traslación de la dualidad Mozart-Salieri fuera en nuestros días Maradona-Valdano? La comparación hace aguas por muchos sitios, empezando por la sincera admiración que el exjugador del Madrid siente por el hacedor de la Mano de Dios. Pero queda la eterna cuestión de la supervivencia prestada frente a la inmortalidad del fallecido. Permanecer en el reino de los vivos para amar u odiar al mito; pero asirse como una rémora a su memoria para no caer en el olvido.

¿Este es el trueque de la Historia? ¿El Réquiem o las Bodas de Fígaro a cambio del gol del siglo a los ingleses o el rabillo del ojo que dejó sentado a Juan José? Mal patrón, que incluso se avecina tragicómico. El abrazo sincero y desgarrado de un hincha del River con otro del Boca recuerda la fraternidad catártica de los galos y los romanos tras una buena tunda de Astérix. Pero precisamente ese es el milagro de Maradona: aunar a aficiones irreconciliables; galvanizar a todos los argentinos, expiando en las exaltaciones todos sus excesos. El tremendismo en su funeral es un tributo a ese derroche epidérmico, a exorcizar en el fútbol y en el Diego los fugaces instantes de la felicidad. Ese es el patrón oro de la santidad laica: la miseria de los orígenes y la gloria de la degeneración, trufado por ese don inasible que es el carisma.

Maradona no era una deidad. Si acaso un semidiós, un Hércules ebrio de una inercia descomunal que mató su propia reputación. Y los crueles caprichos del Olimpo juegan a la metonimia del todo por la parte; a derivar la desolación de una pandemia en el carácter unívoco de un funeral universal, mandando a hacer puñetas la distancia social y todas las alharacas de la sensatez.

A mí también me marcó Maradona. Recuerdo que aquel 22 de junio hubo unas elecciones gracias a ese pasmo de gol con el que se merendó a toda Inglaterra. Seguramente, a Salieri esta luctuosa noticia le aliviaría su déficit de posteridad. En el entierro de su entrañable enemigo fue parquísima la concurrencia, mientras que en estos extraños tiempos la exaltación de la pelota puede llevar a un hombre al Panteón. Es el nihilismo derivado hacia una cancha, pero también la exaltación de esa causa común de la pasión y la vitalidad, cual es la sublimación de un instante. Como penitencia, Salieri habría necesitado marcar un gran gol.

* Abogado