La vida me ha enseñado a respetar aquello que no entiendo o desconozco. Dicho así parece sencillo, pero no lo es. Cuando algo nos rechina o nos impacta, moviéndonos de sitio, solemos desmarcarnos con más facilidad en el área segura del prejuicio que en el medio campo del análisis. Quizá porque desde la condena casi indiscriminada a cuanto no alcanzamos a comprender del todo nos sentimos más cómodos con nosotros mismos, y ya damos el tema por resuelto; pero dar un paso al frente, en cambio, entre la duda y la curiosidad, allá donde se juega la opinión, donde nos quema el fuego de gentes y palabras, memoria y circunstancias de discursos que nos chocan, puede poner en jaque -suponiendo que las hubiera, porque no son indispensables para discrepar- las posiciones previas, hasta que finalmente, si hemos escuchado de verdad y nos han convencido, las dejemos caer.

No entendí la veneración por Maradona hasta que hablé con mis amigos argentinos. Compartía, como aficionado al deporte, la fascinación por el futbolista como explosión de genialidad. Sabía que Pelé había ganado tres mundiales y Maradona uno, y también que Pelé siempre estuvo acomodado en el sistema, mientras que Maradona se había dejado a sí mismo fuera de juego permanentemente, entre la rebeldía, el nervio y la honradez personal. Sabía que Messi ha tenido siempre una continuidad mayor, aunque no haya ganado todavía un mundial. Que Messi, en competiciones de club, tiene un palmarés incontestable, aunque de alguna forma nunca ha arrancado en los argentinos esa misma llama insobornable, el incendio invisible con los mismos altares en la Boca y en Nápoles. Conocía otras anécdotas, en suma, que cualquier aficionado al deporte en general conoce, y de niño recordaba la tarjeta roja a Maradona en el estadio de La Rosaleda, cada vez que entrábamos en Málaga, porque vi aquel partido, y luego su resurrección crepuscular en el mundial del 94, en Estados Unidos, cuando parecía un ave fénix con hambre de universo.

O sea: entonaba las canciones de Calamaro y Sabina y sabía de Maradona, más o menos, lo que puede saber cualquier aficionado no argentino. Es decir: para entender a Maradona, y lo que sienten por él desde Bariloche a Buenos Aires, me faltaba la fibra de ser argentino. Como sí tengo curiosidad, y buenos amigos de allá, les he ido preguntando. Siempre con respeto, pero desde la estupefacción. ¿De dónde viene toda esa locura? Sí, ganó un mundial, pero Messi ha ganado cuanto Maradona no ganó. Se cargó su carrera. Fue el peor ejemplo. Un drogadicto. Y apoyaba a Castro y a Maduro mientras vivía en Dubai. Y era un faltón. Y disparó a un periodista una perdigonada. Y a otros les pegó. Siempre volvía a caer y a levantarse. Cómo era posible que tuviera el corazón de un país.

Hace cinco años, tras un apunte de mi amigo Javier Siedleki -que fue becario de la Fundación Antonio Gala en sus inicios- tuve una conversación con mi amigo Alejandro Romano en la taberna El Tempranillo, de La Latina, entre muy buenos vinos. Él me reconocía que comprendía la perplejidad que esa devoción podría causar en alguien que no fuera argentino. Me habló de los orígenes, muy pobres, del Diego en Villa Fiorito, y de su familia. Me dijo que Maradona solo les había dado alegrías desde que podía recordar. Quizá era algo irracional, un sentimiento íntimo y particular. Pero era así. Que su vida había sido desmadre, pero también verdad. Que su gratitud por él era infinita. Que había sido esclavo de su propia vida y un entorno de mierda. Que Diego siempre había unido a los argentinos. Que era muy generoso. Que la tarde que debutó como entrenador, le cayó un balón cerca, en la banda, comenzó a darle pataditas y el estadio iba a venirse abajo. Cero careta el pibe, con su vuelo lírico y su contradicción. Con su pena y orgullo de quererlo, al Diego futbolista y al humano, entre sus derrumbes. Que Messi y Maradona eran incomparables, por coraje y personalidad, por juego, por todo, y que los dos eran argentinos, por supuesto, pero que uno le había dado más felicidad que el otro.

Aquí una unanimidad remotamente parecida solo la hemos tenido con Rafa Nadal; y habría que ver, más allá de lo deportivo, cuantos pedirían su cabeza si perdiera el control de su retrato. Así que lo entendí: un poco al menos. Sigo sin compartir su extremo de delirio; pero más allá de las circunstancias de Maradona, con todas nuestras cimas y caídas, solo puedo admirar la nobleza suprema de los argentinos, esa forma de amarlo arrebatadamente.

* Escritor