Como los buenos bizcochos, los libros también tienen su cochura. En esa última fase debe de estar la última obra de Manuel García Parody, cuya buena textura ya me adelanto a prodigar. Se trata de un compendio de las visitas reales a Córdoba, glosado hace unas semanas en una magnífica conferencia en el Ateneo cordobés. En esta ocasión Parody fija su erudición en un caleidoscopio perturbador de las villas y ciudades, cual era la llegada del monarca.

Este nuestro arquetípico declinar también se plasma en la conceptuación de las reales paradas y fondas. La reina católica fija durante casi un sexenio su corte en esta ciudad. Grandes cosas legó durante su estancia, entre ellas una infanta cordobesa, aunque también propició la perpetua parada técnica de la noria, molesta por el ruido de los cangilones que le llegaba hasta el Alcázar. Algunos reyes ni siquiera pasaron de largo como Míster Marshall, pues nadie tiene constancia de la presencia de Felipe III o Carlos II. Pero hay un elemento común en el preceptivo agasajo: entre kermés y trampantojos, siempre irrumpían las corridas de toros como muestra de dar la mayor satisfacción al Rey de las Españas.

Como diría Francisco con su vozarrón y estribillo latino, no es por casualidad que el último acto oficial del Rey emérito haya sido su presencia en un coso taurino, el de Aranjuez por más señas. Hay topónimos liberales, y ahí está Cádiz. Hay topónimos carlistas, cual el triste episodio de Montejurra. Mas si hubiera un topónimo borbónico, irrumpe naturalmente Aranjuez, donde parece deambular eternamente la familia de Carlos IV y todos los juegos goyescos invitan a una edad de la inocencia, ingenuo preludio frente a los desmanes de las tropas napoleónicas. La cruel paradoja de la luz de la Ilustración portada en las bayonetas.

Juan Carlos I ha oficiado el canto del cisne de su vida pública allí donde el adagio del compositor ciego hizo brotar manantiales de melancolía. Los jardines de Palacio fueron un dique frente a los secarrales de la Meseta; un Versalles interruptus en un siglo XIX donde campaban constituciones sin cuartel. Don Juan Carlos pudo recibir el último brindis oficial de la montera, o contemplar el astado noble arrastrado por los muleros, camino de ese mismo pasado que un día vio la pugna entre Pepe Hillo y Pedro Romero. Para completar esa reminiscencia goyesca, el Rey emérito si hizo acompañar por la más taurina de sus vástagos. Si el rey Felipe ha heredado la impronta germánica propia del linaje de su madre, la Infanta Elena ha entorchado la vertiente castiza, la tradición popular de barquillos, jacas y paseíllos que entronca con el carácter expansivo de la Chata.

Paradójicamente, a medida que los Reyes veían desecarse su fuente de soberanía nacional, recuperaban la soberanía de su propia vida. Los reyes democráticos se desposeen del arbitrio, pero pueden despojarse del peso de la Corona hasta el tálamo. Don Juan Carlos ha decidido pasar página, una manera de terciar una biografía poliédrica y ver su reinado acotado con los propios ojos, antes que por el severo filtro de la Historia.

La vida oficial del Rey emérito se queda a las puertas de un tiempo nuevo: el del 5G, la mayor reinvención china desde la pólvora; la del dirigente más mercurial y panocho que habitó la Casa Blanca; la de un separatismo virtual y, acaso, la de un futuro sufragio censitario que abarque incluso la inteligencia artificial. Ahora, más que a los toros, le ocupa observar su obra desde la barrera.

* Abogado