Cuando Vicente Tusón murió en Madrid el Domingo de Ramos de 1999, tras haber sido tratado por la vida con extrema crueldad en el periodo previo a su final, la mayor parte de los que fuimos sus privilegiados alumnos ni nos enteramos, sumidos ya en el desarrollo de nuestras propias trayectorias. Me refiero a los alumnos de finales de los setenta en el instituto Cardenal Herrera Oria de Madrid, un centro entonces con un puntito de experimental en el que confluían profesores de tremenda solidez académica y prestigio. Era la época de la transición política en España, y el ambiente lo pedía. Dejaban fumar en las clases, no controlaban asistencia, se tuteaba a los profesores… Y a pesar de todo, allí no se movían muchas hojas sin permiso: la disciplina y el respeto estaban en el aire sin aparente esfuerzo represor. Después ya no puedo decirlo, pero entonces de allí se salía bastante aprendido. Una conclusión que escuché: «Todos los alumnos del Herrera saben escribir cuando salen». Escribir en el sentido de escribir bien, no de saberse las letras. Eso, que al mismo tiempo pasaba en los sólidos institutos cordobeses y de las Españas enteras, ya no es tan habitual como nos gustaría, aunque siga habiendo excelentes profesores. En el Herrera, aquello se debía en buena parte a Vicente Tusón, que nos obligaba a leer.

Ya digo que cuando falleció muchos ni nos enteramos. Habíamos vivido, en nuestra primera juventud, un par de años bajo el deslumbramiento de un profesor entonces cuarentón -qué mayor nos parecía- que hacía poco caso de los libros de texto, tal vez porque aquellos manuales de Anaya los había escrito él, y que nos empujaba a leer literatura, pues lo leído formaba parte del duro examen. Así entramos a saco en Garcilaso, en Quevedo, en Ramón J. Sender. Así pasamos muchas noches de nuestra adolescencia tardía deseando que llegara el día de decirle a don Vicente que por fin habíamos leído entero El Quijote. Hasta hubo quien se adentró en Joyce, o en Proust. Un veneno que se inoculaba sin sentir. Así descubrimos a Eduardo Mendoza, que en La verdad sobre el caso Savolta apuntaba los enormes cambios de la sociedad y las cloacas que muchos años después sigue arrastrando. Pasión y rigor en aquellas clases en las que la hora y el timbre nos pillaban por sorpresa.

Tusón estaba perdido en mi memoria. Sí recordaba una opinión que expresó algunas veces, y con la que nunca fui capaz de estar de acuerdo, pero que me lo acaba de traer a colación. Sostenía el profesor que, cuando uno está muy triste, es un error leer un libro divertido o ligero, que lo que hay que hacer es abrir El rey Lear o Hamlet o cualquier otra tragedia gorda, para así, metidos en asuntos de tanta gravedad, poder decir: «¿Qué es lo mío al lado de esto?». Y llegaba el descanso al corazón entristecido. Estando de acuerdo en que una comedieta no alivia el dolor del espíritu, esta lectora se decanta por el disfrute de algunos autores que considera un bálsamo para el alma, y que suelen tener en común su tolerancia hacia el mundo. Autores que no juzgan a sus personajes ni sus hechos, que los dejan vivir y presentan con irónica (a veces cáustica) aceptación los defectos del ser humano. En esa categoría está Álvaro Cunqueiro, o pueden situarse Washington Irving, Mark Twain, John Kennedy Toole, Italo Calvino, Jorge Amado, Eduardo Mendoza y hasta Paul Auster. El escritor británico Alan A. Milne, autor de los libros del osito Winnie-the-Pooh, en los que figuraba el propio hijo del autor, Cristóbal Robín, entra en esa categoría de delicia literaria, aunque infantil. Olvídense de las películas Disney y, si les es posible, lean para sus hijos (esa es la excusa) los relatos del osito y de sus amigos el asno, el conejo, el tigre, la cangura... Ahí queda retratada el alma humana con la suavidad del niño que nada juzga. Pero el personaje del osito Winnie acaba de ser prohibido (de nuevo) en China, ya que los internautas lo utilizaron para hacer escarnio del presidente con memes en los que comparaban a Xi Jinping con el oso. Quién lo iba a decir. Winnie, máximo exponente de tolerancia y candor, visto como un enemigo y víctima de la censura y la represión. Así que los ciudadanos chinos que se pongan tristes tendrán que leer Hamlet, como proponía mi querido profesor.