Yo no entiendo mucho de fútbol. Vamos, que sé muy poco de este juego tan popular y desgraciadamente ya tan fundamental para la sociedad actual. Y es que he ido al contrario que le pasaba a la mayoría de la gente porque gracias a Dios nunca me gustaron las pelotas, es decir, a medida que me iba haciendo mayor, me menguaba la afición por el fútbol y me crecía hacia las chavalas, las cuales pasaban del fútbol totalmente porque las nenas siempre han sido más propensas a una dulce individualidad. Ya en plena madurez, el fútbol me aburre tanto cuando salen en la tele los partidos que hasta a veces pienso cómo me pudo gustar tanto el fútbol en mi niñez que me sabía los jugadores que jugaban en casi todos los equipos de una liga, que por entonces para nada era de estrellas sino de hombres que no estaban tan delgados e incluso se les permitía tener barriguilla cervecera. Cuando jugábamos los niños en las calles, todos me decían cuando estaba jugando: tú eres cascarón de huevo. Pero yo no era eso, es que no consideraba tan importante ir detrás de un balón cuando iban también los demás a la vez. Lo que quiero decir más o menos es que en mi niñez, que duró más o menos hasta 1984, el fútbol era sobre todo un juego. Hoy parece mucho más y está metido en las familias hasta el hueso. Y como símbolo de lo que digo, es decir, de que ya más que un juego popular es una religión mezclada que egoísmos increíbles, es que ya no hay muchachillos jugando en las calles; ya sean buenos o malísimos como era el que escribe. El que dijo aquello de que cualquier tiempo pasado parece mejor, lo dijo porque es la pura verdad en muchos supuestos. Porque lo que ha hundido éticamente al fútbol y lo ha convertido en una oportunidad de corromper y delinquir fue aquella maldita sentencia de aquel jugador extranjero que saltó a la justicia ordinaria y esta, que no entendía la idiosincrasia del peloteo, abrió la puerta a los fichajes extranjeros sin límite. Desde entonces, si por algo se caracteriza el fútbol es por la soberbia de esas supuestas estrellas que se lo han creído de tanto decirlo y de los fichajes carísimos mientras el pueblo que aplaude no puede pagar la luz, lógicamente, al compás de la oportunidad de sus responsables en hallar un filón de corrupción para enriquecerse hasta el infinito. Nunca pudimos imaginar en 1985 que nuestros dioses se volvieran diablos. Hemos convertido un espacio de la niñez en un campo de los mayores para que ejerzan maldad y ambición. Por eso creo que la corrupción en el fútbol es éticamente tan horrorosa y decepcionante como la corrupción en política.

* Abogado