Un grupo de jóvenes se habían reunido en casa de uno de ellos y, esperando disfrutar de la deliciosa comida que los anfitriones habían preparado, estaban en el salón, alrededor de una mesa llena de los más variados aperitivos: jamón, quesos, croquetas, mejillones, patés, aceitunas, etcétera, y donde tampoco, naturalmente, faltaban las cervezas, los vinos y, para los abstemios, los zumos. En medio de la animada y alegre charla, uno de ellos, descuidadamente, encendió la televisión, con tan mala pata que conectó un canal que mostraba los terribles efectos de una de tantas hambrunas siempre presentes en algún país africano: una madre de pechos vacíos como dos bolsas de papel, abrazando el esquelético cuerpo de un niño de ojos enormes que miraban sin ver nada. De repente, un silencio incómodo cayó sobre los invitados, y el señor de la casa, sorprendido por este repentino cambio de humor, salió de la cocina, y viendo la imagen de la tele dijo, casi enfadado, «!Por favor!, apagad esto, ¿no veis que nos va a quitar el apetito?». La televisión se apagó y la alegre charla continuó, como si acabasen de ver, simplemente, el parte meteorológico del lago Titicaca.

¿Cómo explicar esta aparente falta absoluta de humanidad? Este grupo de amigos estaban infectados de un nuevo virus que rápidamente se esta extendiendo, especialmente en los países más desarrollados y al que la profesora Adela Cortina le ha dado el nombre de aporofobia, es decir fobia (miedo, rechazo) y aporos (alguien sin medios o recursos, desamparado, marginado, necesitado, que se halla en un callejón sin salida, carente de toda ayuda: el pobre). Aporofobia es ni más ni menos que miedo y rechazo al pobre. El instinto de conservación, dice la profesora Cortina, fuerza a todos los animales, incluido el hombre, a temer y defenderse del peligro de lo desconocido, pero sólo el hombre ha sido capaz en su proceso evolutivo de ir superando poco a poco este miedo, y ha ido aprendiendo a relacionarse pacíficamente con el desconocido, reconociendo en él elementos comunes de humanidad. Pero el peligro hoy, en un aparente salto atrás de la evolución, es que los individuos del mundo rico van volviendo al miedo al otro, sin poder comprender que ya no se pueden mantener a los pobres encerrados en lejanos países colonizados, ni que los antiguos siervos, huyendo de la pobreza o de las bombas que ellos no fabricaron, intenten llegar a las antiguas metrópolis, perturbando la placentera vida de los antiguos amos. Lo que engendra la aporofobia, el general rechazo al pobre es que este representa la antítesis de todo lo que los hombres y mujeres de los países ricos aman y desean. El pobre no produce ni consume, no compite en sociedad, no busca aparecer ni le importa el «qué dirán», no desea la fama, no viste ni come ni habla como los no-pobres; el pobre es un irresponsable que no hace previsiones para el futuro, en fin, el pobre es un bicho raro fuera de contexto, que recuerda todo lo que los ricos han dejado atrás y a lo que temen poder volver. Así a los mendigos se los barre de la ciudad, a los emigrantes pobres se los encierra en centros de acogida, y a los ya «integrados» se les aloja en guetos urbanos, lejos de la vida real de la ciudad. La llamada xenofobia no es más que aporofobia, pues bienvenido serán siempre los extranjeros que lleguen con los bolsillos llenos de petrodólares

Contra este virus de la aporofobia solo hay dos antivirales efectivos, distintos pero complementarios, conocidos por dos vocablos griegos compuestos de la palabra «pathos» (dolor) y un prefijo, «em» (en): em-patía, y sin (con): sim-patía. La empatía es la capacidad para penetrar, percibir y entender los sufrimiento del otro. Así, aun el torturador, como explica Cortina, es empático con su víctima, en cuanto que comprende perfectamente las torturas que más le pueden doler, asegurándose él mismo, sin embargo, de no dejarse afectar emocionalmente por sus actos. Con la simpatía se va un paso más, y el verdadero simpático no solo comprende los sufrimientos del otro, sino que él comparte y hace suyos estos sufrimientos, buscando, un posible alivio de los mismos. La simpatía es la empatía más la solidaridad que, aun etimológicamente, es lo mismo que la com-pasión.

Ante la realidad de la pobreza, sea cual sea la clase de pobreza: económica, social o meramente emocional, no basta entenderla y sentirla, es necesario el compromiso personal de solidaridad en la lucha para su erradicación. Con estas sabias palabras termina Adela Cortina su libro La aporofobia. Un desafío para la democracia: «educar para nuestro tiempo exige formar ciudadanos compasivos, capaces de asumir la perspectiva de los que sufren, pero sobre todo comprometerse con ellos».

* Profesor