Pese a que tendemos a endosarle al misticismo la vía habitual de alcanzar la gloria mediante la generosidad, sabemos que no es cierto. En raras ocasiones asistimos a una suerte de milagros laicos que, aparte de inspirar artículos, insuflan una bocanada de altruismo.

El susodicho se llama Hans Rudolph Gerstenmeier. Un millonario alemán que ha tenido la sagaz y bendita ocurrencia de donar once cuadros de su magnífica colección al Museo del Prado. Obras que no son una venialidad en el vasto conjunto de nuestra principal pinacoteca, pues vienen a enriquecer el catálogo museístico de un tiempo escasamente representado -la bisagra entre el XIX y el XX, en el que estábamos más preocupados en lamernos las heridas por Cuba y Filipinas que por la almoneda de magníficos pintores que también se merecían la inmortalidad del Prado-. Y así, en esa milla de oro de la pintura española se incorporan obras de Joaquín Mié, Eduardo Chicharro, Anglada Camarada, Ignacio Zuloaga o de la última década de Sorolla, la cual contaba con una escasa representación.

Las razones últimas puede que sean más egoístas, y más desde que los mecenas sustituyeron a los faraones. El trueque fue más rentable, pues la donación garantiza el respeto desde el minuto cero por parte de autoridades y ciudadanía, amén que evita el traspiés de los expolios y los saqueadores de tumbas. Sin embargo, esas no han sido las razones aducidas por Gerstenmeier, que ha recalcado la gratitud eterna hacia España, y no tanto porque aquí comenzó a amansar su fortuna, sino porque en esta tierra fue muy feliz. Hablamos de esos años sesenta donde el desarrollismo de los tecnócratas aún era incapaz de aguar ese tuétano de costumbrismo que tanto atraía al extranjero.

¿Habrá pensado Pablo Iglesias en Gerstenmeier en estas horas de renunciación? Se trata de una propuesta seductora. Más que la gaviota de los perros, Iglesias sería el pelícano morado, dispuesto a sacrificarse para dar de comer a sus hijos. Pero en el fondo chirriaría su ensoñación porque después de la casa de Galapagar faltarían las conexiones de sentido con fortunas pictóricas para que su futuro político se fuera al traste.

Visto el merecido y melancólico frenesí lunar de estos días, el líder de Podemos se habrá acordado en estos días de James A. Lovell, el comandante del Apolo XIII (para entendernos, pónganle el rostro de Tom Hanks). Esa película transmite la nostalgia de las grandes hazañas, la conmoción del orgullo de la especie humana por encima de naciones. Fue un tiempo de cálculos gravitacionales, de nikis de tonos pasteles y de LSD. Y en ese tiempo de heroísmo, hasta un fracaso se convirtió en una Ilíada. Lovell y su tripulación no pisaron la Luna, y eso que la tuvieron tan cerca como un crío en el escaparate de una pastelería. Pero lograr el regreso de esa nave bien mereció los conceptos de la Quinta Avenida.

Iglesias es Lovell, que vio tan cerca el Consejo de Ministros como el Apolo XIII nuestro satélite. Ya tiene un relato para su propia posteridad.

Más que conveniarse con la NASA, desmontando egos de todo el espectro político, este país podría prosperar un poquito más.

* Abogado