Si conduces en la noche por la autovía, de vuelta del hospital o el trabajo, y dejas que te pasen, te hagan señales, te piten, porque tú eres así, indiferente a los capullos, y conduces a tu aire, si es así, deja que suene. Y si masticas el filete empanado o te llevas a la boca una cucharada de lentejas y el perro te mira y, paralelamente, cae la lluvia al otro lado de la ventana, deja que suene. Ahora que todo se aclaró y no estás con ella o él o ello y ves su nombre en la pantallita, y dices ay, ayayay, aunque te duela, deja que suene. Te han adoctrinado en el «por si algo pasa». (El Estado Papá, siguiendo las directrices del Gran Empresario, te ha inoculado la ne-ce-si-dad de cogerlo). Pero nunca sucede algo definitivo. Muy al contrario, no llegas a nada porque no te dejan terminar, a veces ni siquiera comienzas (ni siquiera habías empezado con él o ella y ya terminas, pero tampoco). Por mucho que suceda lo vas a saber, no lo dudes. Así que deja que suene, especialmente si estás en la cama, obligatoriamente si en compañía, de tarde, con su cabeza apoyada en tu hombro, muslo sobre muslo, mente en blanco, rayito de luz cargado de polvo desde arriba, en oblicuo, sonido de lluvia o ladrido lejano, olor familiar, a lo de siempre, coche que pasa, tacones en la escalera, ganas de orinar que remiten después de breve visita al baño, a cuya vuelta nada cambia ni promete cambiar en horas, al menos hasta la noche, lejos de aspiraciones y planes para sustituir el teléfono porque, para ti, el sentido del Universo, de la Historia y el Huevo Cósmico es este. ¿Para qué necesitas cambiar tu «dispositivo», tu puto teléfono (¡es que es un puto teléfono, señoras!), si vas a dejar que suene en todas estas capitales circunstancias? La piel es analógica. Deja que suene, déjalo, mujer, o mejor aún: ¡apágalo!

* Escritor