La historia de las artes plásticas conserva obras estelares consideradas por la intuición popular y la sabiduría académica, hitos fundamentales y perdurables. Desde este punto de vista, poseen un cierto aire de eternidad, los bisontes de Altamira, la Venus de Milo, el discóbolo de Mirón, la Piedad de Miguel Ángel, la Gioconda de Leonardo, la ronda nocturna de Rembrandt, las meninas de Velázquez, muchos caprichos de Goya, el pensador y el beso de Rodin, las manzanas de Cezanne, el dormitorio en Arlés de Van Gogh, el Guernica de Picasso, el grito de Edward Munch…y así un amplio catálogo.

En dicha línea, y sabiendo que llamaron «el séptimo arte» a la cinematografía, en Hollywood quieren filmar una película que recoja, sintéticamente, las escenas culminantes que perviven, venciendo al tiempo y sus olvidos, de las numerosas cintas de celuloide que se rodaron durante un siglo largo. Desconocemos si la excelente idea llegará a puerto, pero, mientras tanto, navegando con la imaginación, se nos ha ocurrido elaborar una antología de nuestras clásicas preferencias, en la que no pueden faltar las siguientes escenas:

Charlot muerto de hambre, porque hallar oro resultó una quimera, comiéndose sus propias botas con la delicadeza de quien está almorzando en un restaurante de varios tenedores. También, Charles Chaplin apretando tuercas, obsesivamente, con una llave inglesa, en la fábrica de los mecánicos tiempos modernos; y en el remedo del dictador Hitler, dándole patadas al globo terráqueo, tal si fuese un balón.

El camarote de los hermanos Marx, paradigma del caos inenarrable, vivido en un espacio donde no cabe un alfiler. Igualmente, dichos hermanos Marx, maquinistas en una locomotora que viaja por las llanuras del Oeste, desguazando los vagones del tren para obtener combustible, mientras Groucho pide, con un grito que se ha popularizado: «¡Madera, más madera!».

El carrito del bebé, bajando sin control la escalinata de Odessa al ser reprimida violentamente la rebelión del acorazado Potemkin.

Escarlata O´Hara, tan caprichosa como codiciosa, pronunciando a contraluz de un crepúsculo incendiado, el tremendo juramento que el viento no se llevó: «Aunque tenga que matar, engañar o robar, a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre». La divina Greta Garbo, deliciosamente ebria de champán y amor por Melvin Douglas, en el lujoso hotel de París, olvidándose de la fría Ninotchka bolchevique.

Gilda en la prefiguración de un estriptis, quitándose parsimoniosamente el guante que le cubría todo el brazo y cantando con lenta voz aterciopelada: «Amado mío, te quiero tanto…» . La deseada Marilyn, vestida de blanco, paseando por la avenida neoyorquina y, de repente, una ráfaga de aire que sube por la rejilla del subterráneo y le levanta la falda hasta la cintura. La monumental Anita Ekberg, escogida por Fellini para representar la dulce vida de la decadente burguesía romana, bañándose vestida en la fontana de Trevi al amanecer.

Cari Grant con, literalmente, la muerte en los talones, tirándose al suelo para no ser ametrallado por la falsa avioneta de fumigar que lo persigue con saña sobrevolando el maizal donde quiere resguardarse. La escena final de con faldas y a lo loco, cuando Jack Lennon le confiesa a Osgood, su enamorado millonario, que no es una mujer, y éste le contesta: «Bueno, nadie es perfecto».

El surrealismo arreligioso de Buñuel en la parodia de la Santa Cena que culmina Viridiana.

La conclusión de Casablanca, esa obra maestra que merece estar íntegra en cualquier antología. Perdiéndose en la niebla que invade el aeropuerto, el empresario Rick --Humprei Bogart-- va hablando con el prefecto Renault --Claude Rains--, el cual le transmite la creencia de que está comenzando una gran amistad.

A bote pronto, este es nuestro catálogo de los momentos más significativos, más relevantes de la historia cinematográfica.

* Escritor